Iniciamos un nuevo ciclo escolar, un ciclo que siempre viene cargado de expectativas, ansiedades y esperanzas. Como profe joven, sé lo complicado que es equilibrar la pasión por enseñar con la necesidad de proteger a nuestros estudiantes. La educación es, por naturaleza, un acto de cercanía. Pero ¿cómo podemos hacerlo sin que esta cercanía sea malinterpretada o vista como algo inapropiado? Hoy, más que nunca, la figura del maestro está bajo el ojo del escrutinio, y el riesgo de ser señalado por gestos de afecto genuino hacia los estudiantes es una realidad que pocos se atreven a discutir. Sin embargo, esa es precisamente la necesidad de nuestra labor: brindar a los niños y adolescentes lo que muchos no se encuentran fuera del aula: protección, cariño y una educación significativa.
Cada día, nuestros estudiantes llegan al aula con sueños, inquietudes y, muchas veces, con la necesidad de recibir una dosis de cariño que no encuentran en casa. El aula se convierte para ellos en un refugio, en un segundo hogar donde, en medio de las matemáticas, las ciencias o el español, se debe enseñar también a ser humanos. ¿Pero qué pasa cuando el afecto que les damos es cuestionado? El gesto de decir “te quiero” o “eres valioso” se convierte en un desafío, porque existe el miedo a que, al hacerlo, se pueda malinterpretar y poner en riesgo la relación docente-estudiante. La realidad es que la educación de calidad no solo se construye a través de contenidos, sino también a través del afecto y la comprensión de nuestras realidades emocionales.
Los docentes no somos niños, pero en nuestro trabajo, la compañía y el cuidado son fundamentales. A veces olvidamos que detrás de cada niño que tenemos frente a nosotros hay una historia, una carga emocional y un contexto que influye en su comportamiento y en su capacidad de aprender. En cada mirada perdida o en cada gesto de rebeldía hay una necesidad urgente de ser escuchados y entendidos. Los niños y niñas no solo necesitan aprender a sumar o restar, necesitan sentirse valorados, respetados y amados. La educación, por lo tanto, no puede limitarse a la transmisión de conocimientos, debe ser un proceso integral que incluya el desarrollo emocional de los estudiantes.
Entiendo que las líneas entre ser un buen docente y ser señaladas por conductas inadecuadas son finas y a veces borrosas. En ocasiones nos enfrentamos al dilema de brindar apoyo emocional a nuestros estudiantes sin caer en el error de sobrepasar límites. Pero creo que el error radica en la falta de empatía, no en la cercanía. Ser un docente de calidad implica tener un tacto especial para poder conectarse con los estudiantes de manera genuina, sin sexualizar la relación, pero sí reconociendo que todos necesitamos un apoyo afectivo. No se trata solo de dar abrazos, ni de demostrar cariño, pero sí de que el niño sea consciente que en el aula está un profesor que está siempre para él y que lo estima. ¿Cómo saben sus estudiantes que los quiere si no se los demuestra?
Es importante reflexionar sobre el impacto que tiene el cariño en el desarrollo emocional de nuestros estudiantes. No se trata de ser condescendientes, sino de ser cálidos y empáticos. El amor en el aula no es algo que deba verse con recelo, sino como un valor fundamental en la formación de seres humanos. Esta cercanía emocional no solo se traduce en una mejor experiencia de aprendizaje, sino también en la construcción de relaciones de respeto y confianza que perduran más allá de las clases.
La deuda histórica con las niñas es una realidad que no podemos ignorar. En cada aula, en cada rincón de nuestra sociedad, las niñas tienen derecho a una educación que las respeta y el valor como seres humanos. El cariño que ellas no reciben en otros espacios debe ser proporcionado por los docentes, sin que esto signifique cruzar límites inapropiados. Los profesores debemos ser conscientes de que, aunque somos los encargados de enseñar, también somos los encargados de proteger. Somos los guardianes de su bienestar, de su autoestima, de sus Derechos fundamentales.
Este nuevo año escolar puede ser una oportunidad para que los docentes tracemos una hoja de ruta donde nuestro objetivo principal sea garantizar que cada niño, cada niña, se sienta protegido, amado y capaz de aprender. Si somos capaces de enseñar con el corazón, de transmitir conocimiento y cariño de manera responsable, sin perder de vista la importancia de la educación como un derecho, entonces el resultado será, sin duda, hermoso. No será fácil, pero si logramos combinar el corazón con el lápiz, el impacto será significativo, y eso, al final, es lo que nuestros estudiantes realmente necesitan.