Hernán López Aya

El gran premio de Américas Occidental

¡Uy, qué nave!

Esta expresión ha sido utilizada durante muchos años por <<gomosos>> al ver un carro bonito, de color vistoso y que por su exhosto emite un sonido estruendoso. Y a la frase la acompaña un movimiento de cabeza de 180 grados, sin importar la elasticidad de la nuca, para seguir a la velocidad de la luz el recorrido del vehículo a admirar.

Pero sí el movimiento genera incomodidad, pues en las redes sociales hay un montón de videos de estas ‘naves’. No obstante, el conducir uno es, para esta comunidad devota, un placer.

Mi afición viene de años atrás, por allá en los 70. Y todo comenzó con el primer paso voluntarioso de mis papás quienes, al ver mi tamaño corporal, decidieron comprarme un triciclo. Tres llantas eran un reto muy grande; entonces, le apuntaron a un vehículo de cuatro, color plata, pedales setenteros, timón duro como un pan viejo y cadena de bicicleta que permitía el movimiento.

Vivía en un edificio en el barrio Galán, suroccidente de Bogotá, de tres pisos con terraza. En ese espacio estuvo parqueado el carro durante varios años, y lo utilizábamos con mi primo Gigio, porque él también vivía en ese lugar. En su infancia, el hombre adquirió una característica que, con el pasar de los días, se volvió cabalística.

En palabras cortas, cuando al <<pelao>> le decían <<ojo, que se va a caer>>, se caía. Y así le pasó con la nave. El totazo fue brutal. Muy osado, violó la velocidad permitida en el espacio, quiso hacer un giro a la derecha pero la cabrilla <le ganó> y se fue escaleras abajo. Desde ese día, le cogimos temor al bólido, y la lluvia y el óxido lo pasaron a mejor vida. Ese fue mi primer acercamiento a los <óvalos>.

Mi segundo contacto, un poco más seguro, fue un <fórmula uno> de pilas que me regaló mi papá. Era de la escudería Lotus, color negro, llantas gruesas (me imagino que para superficies húmedas) y contramarcado con el logo de una marca de cigarrillos. A ese equipo perteneció Ayrton Senna. La emoción no tuvo límites, pero el carro sí porque las baterías, de tamaño grande, se le acababan rápido y, la verdad, no ahorré mucho para comprarlas. Esta fue la segunda víctima del óxido.

Llegamos al tercer contacto. Este sucedió en otro lugar de la ciudad: en el barrio Américas Occidental. Por cuestiones del destino, a mi casa fue a parar un carro de balineras. ¡Ese si era el bólido!. Tenía un metro cuadrado de chasís, 100 centímetros de dirección <fique fibra natural> que permitían la maniobrabilidad del vehículo, es decir, una cabuya fuerte, y cuatro balineras que giraban a la perfección, gracias a la grasa que le aplicamos (otra vez con mi primo) y que le robamos a mi tío quien, en esa época, si era conductor de verdad.

A este no se lo llevó el óxido. Pasó a talleres porque las niñas del barrio no nos miraban muy bien cuando corríamos como locos por esas calles. Si mal no estoy, la estructura llegó a ser el material vital de un asado de 25 de diciembre, hecho por mi mamá, en un medio barril de metal.

A pesar del castigo del tiempo con nuestros intentos, apareció un trazado especial que nos permitió disfrutar de las emociones de la velocidad, de los circuitos y de los nuevos amigos de adolescencia.

La calle 3B, en la que yo viví, se convirtió en el escenario perfecto para disfrutar de esta afición por la presteza. Y lo mejor de todo fue que nunca hubo accidentes, o raspones, o incendios. La tiza de colegio y el ladrillo partido por la mitad fueron las principales herramientas. Y el creador de los circuitos fue uno de mis ‘panas’ que, en su adolescencia, prácticamente no estudio; pero que, con el paso del tiempo, se convirtió en uno de los ingenieros que le cambian los fusibles al único submarino que tiene la Armada Nacional.

En esa época Camilo, <<el orejas>>, sin reconocer las señales del destino, le dio vida al Gran Premio de Américas Occidental. Él, en el 90 por ciento de las oportunidades, fue el encargado de trazar los recorridos, buscar los peraltes, definir los puntos de salida, marcar los pits y de restregarnos en la cara su colección de carritos marca Majorette, coches que tenían como características un rodaje perfecto y velocidades inalcanzables.

La ‘pole position’ se sorteaba con piedra, papel y tijera. Todos debíamos llegar al escenario con un solo bólido; no había chance de cambio de carro. Y lo más importante: debíamos tener el pulso afinado para que en los tres empujones del turno avanzáramos de forma perfecta y no nos chocáramos con los otros, porque eso tenía sanción. El que llegaba de último pagaba la gaseosa con roscón.

Confieso que gané varias veces, pero no tantas como Camilo. Al negro Robin le iba bien, al igual que a Yeyé. Chávez, Galo y yo casi siempre estuvimos en los puestos de atrás. Y mi primo Gigio, superada su cábala, volvió a caer pero en brazos del triunfo. Prieto, uno de los más apegados a estas competencias, perdió más veces que las que ganó.

Después llegaron las transmisiones por televisión; las carreras de Montoya en la ‘IndyCar’, acompañadas por el tequila; y su paso a la máxima categoría con una rivalidad que le permitió convertirse en uno de los pilotos más atravesados y más respetados de ese deporte.

Hace unos días, el alcalde de Barranquilla dejó entrever que <<La Arenosa>> podría ser sede de un circuito de Formula 1. Y con el anuncio, el sueño volvió. La sensación de apreciar un carro de ese tipo y verlo desplazarse a tan altas velocidades no tiene precio.

Lo que sí lo tiene es montar la carrera… Vale un montón de dinero. Con el rumor comenzaron a aparecer los posibles escenarios, los posibles beneficios, los posibles apoyos, todo tipo de apreciaciones y las <<levantadas>> al alcalde por la propuesta.

¿Vale la pena soñar con el evento? Pues claro que sí… ¿Por qué la ciudad de la marimonda no puede tener su segundo carnaval?

Sería buenísimo que algún día nos tocara pensar en viajar hasta allá, ver la carrera y que la plata ahorrada en el marrano para ir a un Mundial de Fútbol nos la gastemos en banderas de Ferrari o McLaren. Y complementemos con arepa e’ huevo y carimañolas.

Lo que sí tengo claro es que Prieto, quien vive en Canadá y tiene esposa barranquillera, se va a pegar la rodadita a disfrutar del circuito. Ojalá y lo pueda acompañar…

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Hernán López Aya
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