Las cosas se van poniendo color de hormiga cuando nos vemos obligados a cuidar nuestro lenguaje y hasta nuestros pensamientos. Auto reprimirnos es una opción que tenemos a la mano para no ir a molestar a los otros en nuestras relaciones sociales, como nos lo han inculcado desde niños. Los impertinentes, entre los que por desgracia me cuento, aquellos que van diciendo lo que se le viene a la cabeza, en ocasiones con mucha gracia y frecuentemente de manera destemplada, terminan siendo rechazados por familiares y amigos con justificadas razones. Es el imperio de lo políticamente correcto en el ámbito público como en el privado, lo que termina por imponerse, con muy poca oposición, para mantener las buenas costumbres y las no tan buenas poniendo barreras a cualquiera que se atreva, con sus apuntes y palabras destempladas, a romper la armonía en reuniones y tertulias.
Dicen que por la boca muere el pez y que en boca cerrada no entran moscas. También se escucha por ahí que uno es esclavo de sus palabras y amo de su silencio. La discreción ante todo para cuidar su propio pellejo, se aconseja con mucho énfasis y más en momentos en los que se comienzan a sentir vientos de represión. Cuidadito con lo que vas a decir porque la palabra dicha no se puede recoger y lo escrito no se puede borrar y puede traerte consecuencias lamentables, es el sabio consejo que recibimos desde niño y que recordamos cuando estamos a punto de caer en la tentación de ir diciendo lo que se nos viene a la mente. Son formas de represión impuestas como parte de la enseñanza y que, con el tiempo, quedan tan arraigadas hasta convertirse en patrones morales dejando proscrita cualquier posibilidad de transgresión, comenzando por el lenguaje y siguiendo con la acción pública y política. Vamos perdiendo las defensas y la capacidad de respuesta a lo más banal, como podría ser un insulto que se toma por personal cuando no es más que una generalidad sin mayor significación o al apunte gracioso fruto del juego de palabras con el que se desvía una conversación causando una disrupción que, si no fuera por nuestras prevenciones, podría llevarnos a nuevas formas de apreciar los hechos abriendo la imaginación en el campo cerrado de las convenciones con lo que vamos, por la fuerza de la costumbre, aniquilando nuestra capacidad ofensiva quedando debilitados y temerosos.
Por lo anterior me atrevo, no sin cierto temor, a decir “defenestrar”, pero si me voy animando comenzaré a subir la voz hasta gritar ¡Defenestrar! ¡Defenestrar! ¡Defenestrar! y ya perdiendo el miedo comenzaré a conjugar el verbo: Yo lo defenestro, él lo defenestra, ella lo defenestra, nosotros lo defenestramos, ellos lo defenestran hasta que “defenestrar” nos va sonando mejor cuando una sola palabra pone en el escenario la posibilidad de defenestrar al “defenestrable”, aquel a quien se le puede aplicar la defenestración.
No sé qué consecuencias me puedan acarrear el ser tan impertinente como lo fue el coronel Marulanda, lo cierto es que prometo no sacar comunicado explicando que lo que dije fue lo que dije y no lo que interpretan los controlados periodistas y hasta el mismo y único “defenestrable” y su domesticado fiscal, porque sería tan inútil como ponerse a explicar un apunte y menos luego de que los reservistas dieron una muestra de valentía y gritaban en plena Plaza de Bolívar: “¡Fuera Petro!”