El trámite y los debates sobre la llamada “Ley de Financiamiento” han sido decepcionantes y mostrado improvisaciones para discutir un asunto tan serio. Nos recuerda las anteriores reformas del ministro Cárdenas en busca de fondos adicionales para financiar el posconflicto, las promesas a los paros y programas yuppies como Ser Pilo Paga, entre otros. Sobra comentar que cada candidato presidencial en las últimas décadas ha anunciado que, en caso de triunfar, no aumentará los impuestos; sin embargo, una vez elegido, procede a presentar una o varias reformas tributarias durante su mandato, según vayan apareciendo las necesidades y las cuentas presupuestales. Eso no es serio ni ayuda a la seguridad jurídica: afecta la credibilidad de parte de los electores y ahuyenta el ánimo inversionista.
El tema impositivo es tan importante que tradicionalmente ha sido la principal razón de ser de los parlamentos. No se puede desconocer que existe una relación entre impuestos, presupuesto, programas sociales y regla fiscal, por lo cual en cada caso debe procederse con enorme cautela y responsabilidad. Quince reformas tributarias en los últimos 30 años demuestran la poca seriedad de los gobiernos en una materia tan delicada. Cada vez que se presenta un proyecto para modificar los tributos se le dice al país que esta sí será la verdadera reforma estructural y la última con la que se corregirá de una vez por todas el crónico déficit que desde hace años afecta los recursos de la nación.
Si bien es cierto que los principales contribuyentes son las grandes empresas y que parte considerable de los ciudadanos está por fuera de la base tributaria, las decisiones sobre impuestos afectan no solo a los empresarios grandes y medianos, sino a los contribuyentes individuales —la mayoría perteneciente a la clase media— y a la ciudadanía general, incluyendo a los más pobres, quienes deben pagar automáticamente el impuesto al valor agregado (IVA).
Al final, ¿quién se beneficia del aumento de las mayores cargas tributarias? Los mayores ingresos le sirven al Gobierno para adelantar algunos programas sociales y de inversión, al paquidérmico aparato estatal con su burocracia parasitaria, a los contratistas corruptos y, en menor grado, a los beneficiarios de subsidios, que cuestan en su conjunto cerca de 80 billones de pesos cada año. También es cierto que las administraciones están obligadas a ejecutar un presupuesto amarrado por compromisos ineludibles como las pensiones y el pago de la deuda. Se requieren más recursos y muchos contribuyentes estarían dispuestos a pagarlos, pero existe desconfianza sobre la manera como se van a utilizar.
En defensa del alza de los tributos se dice que en los países escandinavos las tasas que pagan los ciudadanos y las empresas son muy altas, superiores al 50 % de los ingresos, pero también los beneficios que reciben del Estado lo son, puesto que el ejercicio fiscal es serio y agrega valor a las economías, mantiene un estado de bienestar y, al final, los ingresos netos después de impuestos son suficientemente altos. Aquí no sucede lo mismo: somos ineficientes, despilfarramos los escasos recursos en gastos suntuarios (viajes, propaganda y publicidad, proyectos improductivos) y el gasto añade poco valor al crecimiento. En otras palabras, el pago de impuestos está deslegitimado y la evasión y elusión son enormes.
Existen dos problemas asociados con los debates sobre impuestos: en primer lugar, no hay planes de gastos e inversiones de envergadura respaldados por la opinión y plasmados en los proyectos de Estado de largo plazo; en cambio, existe un alto margen de improvisación y priman los proyectos de corto y mediano plazo. Además, solo una parte menor del recaudo se aplica a inversiones, mientras las diferentes administraciones se pliegan ante las presiones de empresarios, políticos regionales, sindicatos, estudiantes, camioneros, etc. Por otra parte, se toman decisiones con cifras inexactas sobre las reales necesidades fiscales y nadie sabe realmente que es lo requerido. El Gobierno saliente afirma que no dejó un presupuesto deficitario, mientras que la administración actual sostiene que recibió un déficit de 14 billones de pesos. ¿A quién creerle? En Estados Unidos y en otros países serios eso no sucede, pues agencias independientes del Gobierno y del Congreso son las encargadas de definir los faltantes o los superávits.
Sorprende cómo se juega en el Congreso y en el propio Gobierno con numerosas alternativas sacadas cada día de la manga para tapar huecos, las cuales han sido calificadas por la revista Semana como un verdadero Frankenstein, tales como mejorar la eficiencia de la DIAN, impuesto a dividendos de más de 10 millones de pesos, IVA presuntivo, impuesto para la venta de vivienda usada de más de 980 millones de pesos, elevar los impuestos a dividendos y remesas, gravar las utilidades de los bancos en 3 puntos adicionales, sobretasa a patrimonios líquidos superiores a 5.000 millones de pesos, impuestos para las pensiones, IVA para la cerveza y las bebidas azucaradas. Lo anterior se ha proyectado a fin de recaudar 14 billones de pesos, o, en último caso, 6 billones, como si se escarbaran fichas para utilizar en un juego de mesa. Para algunos, ese juego demostraría la astucia y la imaginación de funcionarios y políticos; para otros, representa una ausencia de profesionalismo en las decisiones de macropolítica económica. Al tiempo que se inventan toda clase de posibles imposiciones, se le siguen dando gabelas a las grandes empresas para que inviertan y se mantienen exenciones y ventajas tributarias a determinados sectores.
Si la situación fiscal es tan apretada como dice el ministro Carrasquilla, lo debido es que el Gobierno se apriete el cinturón y no se acuda como siempre al bolsillo de los contribuyentes.
Los descalabros de la Ley de Financiamiento
Mar, 04/12/2018 - 11:58
El trámite y los debates sobre la llamada “Ley de Financiamiento” han sido decepcionantes y mostrado improvisaciones para discutir un asunto tan serio. Nos recuerda las anteriores reformas del mi