Crítica a la pieza musical “Mentiras ” del Teatro Nacional La Castellana
Hay de que acongojarse cuando le da a uno por seguir la actualidad mundial y nacional; por enumerar solo algunas agobiantes perlas: las sandeces seudocientíficas de Natalita París que al mejor estilo del profesor Evo Morales dictamina que comer pollo produce homosexualidad; la paz entregada y reeleccionista de Santos; la santidad preanunciada del papa Francisco benevolente con la dictadura argentina, pero apático con el progresismo que exige el mundo contemporáneo; la consagración de prohombre y beatificación del extinto dictador Chávez quien hizo el “milagro” de borrar la democracia de Venezuela y perdurar a los Castro en su anacrónico totalitarismo de más de 50 años; la devoción de William Ospina considerando la satrapía de Chávez como la nueva democracia; el ya poco disimulado chavismo que nos está imponiendo Petro, el aprendiz de alcalde, con su improcedente lucha de clases en su obsesión por la presidencia; el carrusel distrital de contratación que ya amenaza con volverse una noria del tamaño de la ciudad; las religiones que en su conjunto siguen dominando el mundo e imponiendo sus arcaicos principios, aún en los países laicos; la desigualdad social y económica que no parece encontrar punto de sutura; la justicia inoperante que se convirtió en show mediático; las series televisivas que están reemplazando las insulsas telenoveluchas y los embrutecedores realities para convertirse en apologías al delito. La retahíla es bien larga, mejor dejemos así para no encharcarnos en lágrimas.
Y, entonces, en desespero de causa y en procura de alguna conjura, escruta uno algún paliativo temporal a la realidad que tristemente circunda, y, oh milagro, lo encuentra, así sea pasajero. Sí, en medio de ese contexto denso, repulsivo y desmotivador, aparece un pequeño oasis con un abrevadero fresco que calma la sed producto de tanta patraña y nos hace olvidar por más de dos horas la realidad dolorosa. No, no se trata de una droga cualquiera sino de una de más enjundia: la cultural, y a cuya adicción voluntario me suscribo, se trata de la nueva pieza del teatro nacional de La Castellana, el musical Mentiras de procedencia mexicana. En la manufactura de este musical fueron favorecidos –como debe ser– los cantantes profesionales, los que tienen voces y no los figurines televisivos como tristemente ocurrió en el pasado montaje de Chicago, y como alegremente ya se había corregido en María Barilla, en donde la estupenda Natalia Bedoya nos deleitó con su actuación y brillo de voz. El elenco colombiano de Mentiras es de muy buena calidad vocal y actoral, y como está planeado para una larga temporada está duplicado. En la versión de estreno tuve la fortuna de presenciar el muy buen desempeño de Verónica Orozco, Adriana Botina, Diana Hoyos, Carolina Gaitán y Alejandro Martínez, pero no cabe duda que los intérpretes alternos con Carolina Sabino, Paola Dulce, Vivi Osorio y Karoll Márquez cosecharán iguales ovaciones. Cuatro mujeres con nombres alusivos a la música popular mexicana de los años 80 (Yuri, Daniela Romo, Dulce, Lupita d´Alessio y Emmanuel) están encargados de llevar el mensaje musical y lo logran con creces. Un musical con rotundo éxito en México en donde en solo cuatro años sobrepasó las 1400 representaciones. Una comedia que tiene guiños y maneras de un thriller sencillo. Cuatro mujeres resultan sentimentalmente emparejadas a un don Juan (Emmanuel) quien disfruta tal situación, al tiempo que estas desesperan de su comportamiento. La dicha del Tenorio pronto se le convierte en calvario de difícil manejo. La obra musical comienza y transcurre a lo largo de un divertido funeral de Emmanuel quien aparece muerto y quien por boca de su hermana Manuela culpa de su deceso a estas viudas: una de ellas es la asesina y debe identificarse. El enredo armado es mayúsculo y en ello radica justamente la jocosa trama urdida, pues todas tienen suficientes motivos para asesinar al casanova que tanto daño emocional les ha ocasionado. El desenlace del entuerto, que aquí no descubriré para beneficio de quienes deseen asistir a esta graciosa pieza, es de sorpresa y diversión. Una sarta de permanentes mentiras permitió la construcción de la armazón de este harem; mentiras que no solo pertenecen al enamoradizo Emmanuel sino también a las supuestas viudas; mentiras que poco a poco van develándose ante el asombro de los intérpretes y del atento público. Cuando el mal gusto es planeado y conscientemente convertido en elemento de parodia y de burlesco posee interés y arranca risas, cuando es natural porque pertenece a un diario vivir produce rechazo. Aquí en la obra ese mal gusto, kitsch como se le llama, es un componente escénico permanente y deliberado que ironiza y produce hilaridades. Me evito la discusión, que sin duda puede plantearse sobre qué es mal gusto, y lo dejo como trivial definición –en el ámbito teatral– a la ramplonería que no pocas veces se observa en algunas piezas, probablemente como reflejo de la vivencia de lo prosaico diario. Por fortuna y dicha, Mentiras carece de esos chabacanos componentes Ha sabido Jorge Hugo Marín, director de Mentiras versión colombiana, tirar muy buen partido de los actores-cantantes (combinación poco corriente en nuestro país), de una muy adecuada escenografía en donde un plateau giratorio permite rápidos y eficaces cambios de situaciones, de un diseño de iluminación (a cargo del habilidoso Humberto Hernández) basado en marcos de LEDs y de un vestuario de Manuela Pizarro muy adecuado para este propósito teatral. Un merecimiento particular para este joven y juicioso director que se está forjando una creciente carrera y que con esta obra, creo su primera de gran formato, da un importante salto. Dentro de un producto ya empaquetado por los creadores mexicanos de la obra consigue el director colombiano una buena conducción actoral; esto es, sin duda a su haber. Atención especial merece Verónica Orozco quien con su caracterización de fémina costeña logra ampliamente cautivar al público. Mi recomendación, entonces, es ir a curar estrés y a cosechar risas con la asistencia a esta humorística pieza de teatro, en donde al ritmo continuo de una deliciosa cursilería –esa que destilan las baladas mexicanas de los años 80, llamadas ahora de “plancha”–, a la cadencia de estas melodías pegajosas, al compás de bellas voces, de afinados cuartetos vocales y de un estudiado candor se desenvuelve una trama que sin duda atrapa al espectador. Bonito divertimento.