Despedir a una figura pública resulta un gran reto para una nación. Es una medición del aprecio que se le tiene, de la importancia que se le concede en la historia del país y de la seriedad con que se asume la función protocolaria de acompañar a sus dolientes.
Esa misma despedida también permite evaluar a su familia, identificar su nivel intelectual, su relación con el poder y la calidad de sus sentimientos. Casi podríamos decir: “Dime cómo entierras y te diré quién eres.”
Frente a algo tan doloroso como ver partir a un ser querido hay matices que van desde lo más ridículo y ostentoso hasta lo más discreto y sobrio. Algunos, por ejemplo, creen que la ceremonia final sirve para exhibir poder, llevan músicos al cementerio y dejan equipos de sonidos para acompañar a los muertos. Otras personas montan altares en sus casas con devoción y respeto. Otras prefieren discursos y ceremonias oficiales.
Todo es respetable, cada quien maneja sus penas como puede. Sin embargo en ese momento brotan de manera inocultable calidades y defectos, creencias y obsesiones, dejando una impronta que establece el sitial que le corresponde a cada familia.
Acabamos de presenciar, la discreción de la familia García – Barcha frente a la enfermedad y muerte de un ser luminoso como fue y seguirá siendo Gabriel García Márquez. En ese momento de dolor no aceptaron presencias extrañas, por muy importantes que se creyeran los visitantes. Nada de oportunismos políticos, nada de exhibicionismos sociales. Exigieron respeto a la intimidad y eso es ¡admirable!
Su mujer y sus dos hijos se reservaron para su espacio más íntimo la condición de este hombre que en cambio compartió con el mundo entero su literatura. Tal vez precisamente por eso, porque Gabo ya entregó tanto, ellos quisieron que sus últimos minutos fueran solo para sus corazones.
Gabo es y será el colombiano más destacado de nuestra historia. Sin embargo esta consideración no llevó a su familia a buscar otras glorias , homenajes o reconocimientos. Ya los tenía todos , nada más necesitaba, ni él ni su entorno inmediato. Y eso muestra la calidad de seres que lo rodearon.
Contrasta la muerte del Nobel, con la larga y penosa agonía pública que le hicieron vivir a Hugo Chávez, en medio de un derroche de politiquería y aprovechamiento de su imagen. Tal vez sólo superada con el de Evita Perón, convertida en mártir y paseada por el mundo como una momia a la que solo le faltó hacer milagros.
Los bolivarianos, ese movimiento que se aposentó en el poder en Venezuela, utilizaron cada minuto de la enfermedad y muerte de Chávez para construir una plataforma política. No lo dejaron descansar ni en su tumba y todavía lo siguen utilizando como instrumento de poder. Sus hijas, sus padres, hermanos y amigos mostraban al mundo como trofeo cada instante de dolor, como si la conmiseración mediática les amortiguara su pena.
No sé si el dolor por la muerte engrandece a quien partió. Es posible que como dicen en la iglesia algunos al morir “suban a los altares” o alcancen un pedestal de honor en la historia. Ese es por supuesto el caso de Gabo. Lo que sí es evidente es que la forma en como se tramite ese paso puede degradar al muerto y a sus deudos. Y esto último, me parece, fue lo que pasó con Hugo Chávez.
Paz en la tumba para ambos y gloria eterna para Gabo.
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Dos muertes, dos estilos
Lun, 21/04/2014 - 17:39
Despedir a una figura pública resulta un gran reto para una nación. Es una medición del aprecio que se le tiene, de la importancia que se le concede en la historia del país y de la seriedad con qu