Desde que conocí al Senador Corzo, cuando sin tapujos demandó un subsidio de gasolina para su carro porque el sueldo no le alcanzaba, me ha sorprendido el uso, punzante y excesivo, del término “dignidad” para referirse a su cargo público. “No se puede pauperizar lo que tiene dignidad en Colombia…Prefiero no robar al Estado y que me paguen la gasolina”, “No podemos elevar las dignidades nacionales de los poderes públicos a una discusión nacional. Me duele como país que al Presidente del Congreso lo lleven solo hacia temas económicos” dijo cuando empezó a cuestionarse su propuesta, a lo que añadió “Nosotros somos la cabeza del poder público en Colombia, tengámosle algo de dignidad al tema”.
Luego, cuando la indignación pública lo obligó a rectificar, dijo "Pese a tener el alto rango y la dignidad que tengo, no puedo obviar que soy humano y me puedo equivocar y me debo bajar de la dignidad que tengo para, como cualquier ser humano, ofrecer esas disculpas". Más recientemente, a propósito del caso del Senador Merlano, acusado por tráfico de influencias luego de ser detenido manejando borracho, dijo “Uno no se puede aprovechar de su dignidad para violar normas o cualquier derecho que implique la igualdad. Ya nadie soporta a nivel mundial, y eso se ve reflejado en Twitter, que una persona que tenga alguna dignidad, no dé igualdad a la aplicación de los derechos con los demás ciudadanos”.
Si bien el término está correctamente utilizado, hay algo demasiado caricaturesco y hasta ofensivo en su uso. Se siente como poco más que una artimaña para darse a sí mismo, y de paso a sus colegas, la dignidad que tanto carecen. Porque entre tantos errores, tantos abusos, tantos engaños, tantas mentiras y hasta delitos, lo que nos ofende como colombianos es que estos servidores públicos, elegidos democráticamente por la razón que sea, no tienen la dignidad suficiente para representarnos en las altas esferas del poder. Ya ni siquiera es su incompetencia sino el descaro lo que nos ofende.
Es increíble la cantidad de episodios recientes en los que se evidencia la falta de dignidad y honor de los servidores públicos. En el fiasco de la reforma a la justicia, lo más decepcionante fue ver cómo ningún funcionario público, salvo el Ministro de Justicia Juan Carlos Esguerra, fue capaz de siquiera amarrarse los pantalones con un poco de dignidad y aceptar sus errores frente a la opinión pública. El gobierno se lavó las manos y echó toda la culpa al congreso. Los conciliadores, con el magnífico Corzo a la cabeza, salieron a decir que ninguno de los micos fue obra de ellos, y que nadie sabe por qué el Secretario del Senado estaba presente o por qué uno de los micos lo favorecía. Simón Gaviria prefirió aceptar la irresponsabilidad de ser un legislador que no lee las leyes que aceptar su responsabilidad política con dignidad, y tan atractiva fue la estrategia que Corzo se copió y salió a los micrófonos a decir que él tampoco leía. Todos se lavaron las manos, como si fuera más digno admitir total ignorancia, incompetencia y desidia al momento de hacer su único trabajo, legislar, que admitir la vergüenza de haberle fallado a Colombia como servidores públicos.
Pero ese es sólo un episodio. La falta de dignidad se ve por doquier. Por ahí tenemos a Emilio Otero, otro ciudadano ejemplar, que siendo cuestionado ampliamente por la opinión pública por episodios como aparecer registrado en las sesiones del Congreso cuando estaba de viaje sin estar en vacaciones, tráfico de influencias, nombramientos irregulares o malos manejos de contratos en el Senado, no tiene la dignidad siquiera de retirar su nueva candidatura a la Secretaría del Senado, a la que increíblemente ha sido reelegido ya 6 veces. De paso vuelve y aparece Corzo, que hará secreta la votación al cargo pese a las exigencias de los ciudadanos – sus jefes – y del gobierno. También sale por ahí el Senador Merlano, que pidió perdón con lágrimas de lagartija en los ojos más de mes y medio después, pero sigue en su cargo a pesar de haber puesto en peligro su vida y la de sus “50.000” votantes por violar la ley y manejar ebrio. Sale también Germán Olano, destituido e inhabilitado por corrupto, a demandar al Estado porque su destitución le causó problemas mentales, problemas que tal vez vienen desde antes. O por ahí sale cada dos días un expresidente que se atrevió a llamar “bobadita” a las chuzadas del DAS, a defender hombres probos como Andrés Felipe Arias o Jorge Noguera, a incurrir en calumnias contra periodistas y políticos opositores y luego esconderse en groserías y acusaciones, o hacerse el loco con el hecho de haber pagado con notarías su propia reelección, para luego montar un partido de nombre cínico y volver al poder en carne propia o detrás de un títere, cosa que admitió sin tapujos y sin vergüenza alguna su mano derecha calva, el dignísimo José Obdulio, que busca un candidato sin dignidad.
Es increíble que con tanta sed de poder, de ser venerados, de ponerse sobre los hombros los títulos y dignidades que los certifiquen como importantes y poderosos, hayan dejado de lado la vergüenza y el honor que son la base del verdadero respeto. Pero aquí la dignidad no vale nada. Los Samurái se hacían el harakiri cuando eran culpables de delitos, pero aquí nos burlamos de los electores, cometemos delitos, somos sorprendidos, lo negamos todo a pesar de ser encontrados culpables, y buscamos una reelección a una curul, una secretaría o una presidencia. Y lo hacemos porque nosotros los electores tampoco tenemos dignidad y mañana votaremos por ellos, con votos comprados con mentiras, billetes o aguapanelas. Y mientras el respeto se gane con puestos, con plata, con muertos o con balas, seguirán apareciendo Corzos, Merlanos, Gavirias, Uribes y Fritangas. Me intriga pensar qué tanto se podría lograr si el colombiano promedio empieza a tener y exigir un poco de dignidad.
@viboramistica
País de indignos
Mar, 17/07/2012 - 06:24
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