A finales del pasado mes de junio, una noticia perdida sin demasiado relieve en las páginas de algunos medios, hablaba del comienzo de la temporada de ballenas en Nuquí, un municipio de Chocó de los calificados como apto para el ecoturismo “en este nuevo tiempo de postconflicto” que se pregona desde el Ministerio de Comercio, Industria y Comercio de Colombia.
Uno de los aspectos más cacareados por el Gobierno de las bondades para Colombia con el postconflicto es el turismo que llegará ahora al país. Son esas cosas que dicen tan alegremente los políticos de cara a la galería. Colombia no tiene infraestructura para recibir turismo internacional masivo pero bueno, eso es asunto para tratar en otro momento.
Ahora de lo que me parece pertinente hablar es de uno de esos hechos infames que ocurren en este país, que ocupan algunas líneas de prensa y pasan luego al olvido. Y es precisamente del asesinato de una persona que vio hace años la posibilidad de disfrutar de una naturaleza privilegiada como la que tiene Colombia pero que entraña riesgos como el que acabó con su vida.
A Javier Montoya, de quien estoy hablando, lo mataron de cinco tiros a comienzos de junio en Nuquí, justo cuando sus admiradas ballenas concluían frente a las playas del Pacífico colombiano su viaje de ocho mil kilómetros desde las heladas aguas de la Antártida, buscando la calidez de un mar en donde vinieran al mundo sus crías.
El señor Montoya era un paisa enamorado de una tierra encantada, que descubrió hace casi cuarenta años, cuando decidió buscar una vida sin afanes en medio de la naturaleza. Allí se casó, allí formó una familia y allí levantó uno de los pocos establecimientos recomendados por páginas especializadas en la red de ecoturismo en el Pacífico colombiano.
Nada se sabe de los asesinos, podrían haber sido los paramilitares o el ELN o alguno de los grupos y bandas emergentes que quieren ocupar el corredor entre Nuquí y Panamá; un corredor de drogas, oro, armas.
Una evidencia de que el lugar dejado por las Farc está tratando de ser ocupado hoy por otros actores, que el Estado no ha sabido prever y, en consecuencia, una muestra de que aunque en Colombia se ha dado un gran paso hacia la pacificación, el país no termina de encontrar la paz.
Me pregunto en qué rango calificará la muerte de Javier Montoya el comandante de la policía de Medellín, Óscar Gómez Herdia. Según este oficial, “aquí a la gente bien no la asesinan, a los que están matando son aquellos que tienen problemas judiciales”.
En una ciudad que se desangra, por más que el alcalde Federico Gutiérrez se empeñe en mostrar solo la cara amable, hay que oir este tipo de exabruptos. En julio fueron asesinadas cincuenta y cuatro personas en Medellín y en lo que va de agosto, dieciocho.
Aún desconociendo en su totalidad la causa de las muertes de estas dieciocho personas en la capital antioqueña y la de Javier Montoya en su querido Nuquí, a ciegas se puede intuir que estas tragedias tienen un denominador común: la degradación del valor supremo de la vida a que ha llegado la sociedad colombiana, la codicia miserable que es el motor de muchos en este país.
Un amante de la naturaleza que estorba en un corredor de delincuentes, unos muchachos que se negaron a ser campaneros, unas chicas que no quisieron llevar droga, una mujer que vio otro asesinato y puede delatar, un humilde vendedor de arepas que se negó a pagar extorsión, un educador a quien le quisieron robar una moto… A los buenos también los asesinan, señor comandante de la policía.
A los buenos también los matan
Jue, 10/08/2017 - 03:32
A finales del pasado mes de junio, una noticia perdida sin demasiado relieve en las páginas de algunos medios, hablaba del comienzo de la temporada de ballenas en Nuquí, un municipio de Chocó de lo