Del ahogado, el sombrero

Lun, 01/10/2012 - 03:43
 

Hace poco, gracias a los azares de mi Ipod, oí una vez más la canción What a wonderful world: bella música y magistral interpretación de Louis Armstrong. Pero, como a
  Hace poco, gracias a los azares de mi Ipod, oí una vez más la canción What a wonderful world: bella música y magistral interpretación de Louis Armstrong. Pero, como a mi generación no le tocaron los cursitos de inglés “on-line” (sino que, a lo sumo, alcanzamos para el sistemita de los rótulos sobre los objetos: pollo, chicken; repollo, rechicken), no había reparado en lo tonto de la letra de esa canción. Es de lo más estúpida, díganme a ver si no: después de revelarnos que la noche es oscura y el día claro, y de enumerar cosas (nubes árboles, rosas) y asignarles los colores más obvios (nada de nubes vainilla, arboles rojizos o rosas blancas; no: nubes blancas, árboles verdes, rosas rojas…como en el kínder), después de eso, digo, nos atropella la colosal mentira de que hay alguien que ve la belleza en las caras de la gente; o en los amigos que al preguntarse “¿cómo estás?” realmente están diciendo “te amo”. Pero todos sabemos que todo el mundo anda por ahí malencarado, y que a nadie le importa un carajo cómo está nadie debajo de esa frase de cajón. Es como si el autor de la canción pensara que esa retahíla de pendejadas pudiera dulcificar el hecho de que el mundo no es nada maravilloso, sino que es una absoluta porquería. Sin embargo, después pensé que muchas de las desgracias, resultado de que el mundo sea una porquería, derivan, gracias a la invaluable herramienta del arte,  en cosas -esas sí- maravillosas. Cosas que, de otra manera, bien pudieran nunca haber existido. Me refiero, por ejemplo, a que si los nazis no hubiesen  bombardeado al pueblo español de Guernica en 1937, Picasso probablemente jamás habría pintado el majestuoso cuadro que repite el nombre de la población devastada. La crucifixión de Cristo es otro hecho horrendo sublimado por millones de pinceles, martillos, cinceles, plumas, e instrumentos musicales, que han prodigado placer estético y místico por generaciones; porque si lo miramos bien, quitándole las connotaciones religiosas y culturales, es esa una forma bastante bárbara de ejecutar a alguien: colgar a un pobre fulano de un madero después de propinarle la paliza de su vida, y esperar a que se ahogue por su propio peso, se desangre, muera de sed, o lo devoren vivo los buitres. Con todo, el Cristo de Dalí es grandioso. Incluso, hay veces que dos tragedias se unen para producir un resultado magnífico: poco después de que el compositor italiano Giussepe Verdi viera morir a su esposa y sus dos hijos, le encargaron la música de una tragedia basada en el exilio hebreo en Babilonia, ocurrido después de la primera destrucción del templo. De su tragedia particular, y de la milenaria judía, nació Nabucco, cuyo tercer acto contiene un coro titulado Va, pensiero, el cual me conmueve hasta las lágrimas cada vez que oigo una de las muchas versiones que de éste he podido conseguir. Por otro lado, no sólo los actos humanos convierten a este mundo en un valle de lágrimas susceptible de ser maquillado por el arte. Hay eventos dolorosos de los que nadie en particular tiene la culpa. Los recientes rumores sobre el Alzheimer que sufriría García Márquez (lo que no le permitiría escribir más), nos golpean a todos los que admiramos su gran obra. No obstante, la infame enfermedad familiar que supuestamente padece Gabo, fue la misma que aquejó hasta la locura a su abuela Tranquilina Iguarán, y fue, irónicamente, gracias a esos delirios seniles en los que la anciana hablaba con la más asombrosa naturalidad acerca de hechos sobrenaturales y extraordinarios, que el escritor de Aracataca adquirió la habilidad de contar historias inverosímiles con tanta verosimilitud. Hecho que finalmente dio vida al prodigio de Cien años de soledad. Obviamente, en un mundo de porquería, no todos los pretendidos alivios logran glorificar a sus respectivas desgracias. Hay unos que las empeoran. Y no hablo de, digamos, la reciente restauración del Ecce-Homo de Borja por parte de una anciana “proactiva”, como dicen ahora; ese, por lo menos, ha dado pie para millones de risas medicinales que nos anestesian momentáneamente de tantas catástrofes cotidianas. Pienso, en cambio, en cómo las carnicerías de las batallas de independencia colombianas fueron, si cabe, agravadas por el sádico de Rafael Núñez en esa fechoría literaria, con ínfulas de poema, llamado Himno Nacional. No sabe uno si salen mejor librados los muchísimos desastres que ni siquiera tienen un poeta de segunda categoría que los llore. Volviendo a What a wonderful world y sus idioteces almibaradas, se me ocurre que la belleza de los niños llorando (?) y los cielos azules, si bien como letra de canción constituyen un pequeño cataclismo intelectual, nos permiten a cambio –sobre todo a los que no entendemos muy bien inglés- disfrutar de una magistral interpretación más de esa maravilla de cantante que es Louis Armstrong. El afortunado ensamblaje entre su inigualable intérprete y su bella música es el sombrero que logramos rescatar de una canción que, en vez de ser un ahogado que se precipita al fondo del mar de la mediocridad, nos convence, al menos durante sus tres minutos de duración, de que este es un mundo maravilloso.   @samrosacruz  
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