Con motivo de la muerte de Gabriel García Márquez, KienyKe rescata esta crónica publicada el 5 de marzo de 2012.
Todos pensaban que Jaime no iba a sobrevivir. Había nacido de siete meses en el pequeño pueblo de Santa Rita, a orillas del caño de la Mojana, en el departamento de Sucre. Era tan débil y diminuto que Luisa Santiaga, su mamá, lo acostaba en un pequeño cajón de su máquina de coser relleno con copos de algodón arrancados de un árbol vecino. Sólo en esa incubadora casera, como un bebé de porcelana, el niño dejaba de tiritar. Pero en cualquier momento podía morir y por eso había que bautizarlo cuanto antes. Un día, de afán, lo llevaron a la iglesia. Sus padrinos fueron su hermana Aida Rosa y su hermano Gabriel: Gabriel García Márquez.
Pero Jaime sobrevivió. Ha sobrevivido setenta años. Hoy tiene el pelo blanco, la mitad de la cabeza calva, los ojos grisáceos rodeados de pecas y una vitalidad juvenil y contagiosa. Tiene, además, la manera de caminar, la figura y el golpe de voz de su hermano y padrino Gabriel. Juntos, acaso marcando el mismo paso, recorrieron muchas noches las calles de la Cartagena amurallada. Gabriel solía llevarlo a visitar los lugares que inspiraron varios pasajes de sus libros, y los que frecuentaba cuando llegó a Cartagena huyendo del Bogotazo, en 1948.
Son los mismos lugares que hoy narra Jaime, quien chasquea los dedos una vez y señala una casa avejentada de tres puertas enmarcadas por arcos de piedra. “Fue aquí, en la antigua sede de El Universal, donde Gabito publicó su primer artículo”, dice, y agrega que cuando trabajaba allí solía guardar las noticias que llegaban en las cintas de los linotipos para luego escribir algo de esos temas que se desechaban. Así hizo su propio banco de historias.
En la antigüa sede de El Universal Gabriel García Márquez publicó su primera nota en 1948.
Cerca de El Universal, junto a la iglesia de San Pedro, está el Museo de Arte Moderno, un lugar muy cercano a la literatura del Nobel colombiano. Cuando él vivía en Cartagena, allí quedaba una bodega de sal en la que, en las noches, Gabo se sentaba a tomar Gordolobo –un tipo de ron casero– mientras escuchaba las fantásticas historias que contaba el celador del lugar.
En una de esas noches, mientras Gabo se tomaba unos tragos con la pintora Cecilia Porras en el arrabal de Getsemaní, Cecilia tomó una brocha, la sumergió en un bote de pintura y, tras la puerta, pintó el arlequín más bello del mundo, a juicio del Nobel. Pasó el tiempo y el escritor decidió buscar la puerta con el arlequín. Nunca la encontró. Por eso, el escritor dice que “las puertas de Cartagena cambian de casa”.
Gabriel García Márquez ya sabía que quería escribir literatura, pero por ahora tenía que contentarse con el periodismo, que le mantenía la mano caliente. Jaime, entre tanto, no tenía aptitudes para la escritura. En su último grado de bachillerato fue profesor de matemáticas y después se graduó como ingeniero civil de la Universidad de Cartagena. Durante muchos años fue un reputado ingeniero contratista que construyó varias vías en la región Caribe. Es un hombre de cálculos, mecánica, números y estadísticas. Pero el destino se encargaría de llevarlo, poco a poco, en la dirección opuesta. El gran giro de su vida ocurrió el 21 de octubre de 1982.
Gabriel García Márquez se inspiró en varias historias y lugares de Cartagena para escribir memorables pasajes de sus novelas.
Ese día Jaime estaba en Santa Marta, donde trabajaba en unas obras de tubería. De repente, un camión conducido por un maestro de obra frenó en seco haciendo chirriar las llantas, y luego echó para atrás y se detuvo al lado de Jaime, quien miraba asustado. Entonces, el chofer abrió la puerta y le subió el volumen a la radio, que anunciaba la noticia: el escritor colombiano Gabriel García Márquez acababa de ganar el Premio Nobel de literatura. Jaime García no asimiló la noticia y empezó a caminar como un autómata. Ese día dejó de ser Jaime García y se convirtió en el hermano del Nobel, el hermano de Gabo.
Mientras se dirige al Parque de la Aduana, donde Florentino Ariza bailó toda la noche durante los carnavales con una loca enigmática en El amor en los tiempos del cólera, Jaime dice que le da mucho pudor ser protagonista de una historia que él no escribió. Se siente como una “vedette en cuerpo ajeno”. Fue en el Parque de la Aduana donde Gabo pasó, recostado en una banca, a la intemperie, su primera noche en Cartagena. No tenía ni para pagar la cuenta en el económico Hotel Suiza, situado a un costado de la plaza, lugar en el que se hospedó mientras trabajaba en El Universal.
Por la Plaza de la Aduana Florentino Ariza se paseaba en un tren tirado por caballos.
Hace unos ocho años comenzó a hacer recorridos por la Cartagena de García Márquez para jóvenes periodistas y aficionados a la obra de Gabo. Son recorridos conversados, para grupos muy pequeños. Ninguno es igual que el otro. Pero desde el año pasado no los hace más. Ahora son para todos los turistas, gracias a un convenio entre la compañía Terra Magna, la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, Pro Export Colombia y la Universidad Tecnológica de Bolívar.
Jaime tiene las calles de Cartagena memorizadas. Camina sin titubear. No se equivoca. Conoce todas las vías y todos los rincones del centro. Ahora pasa frente a la Calle de las Ventanas, donde vivía el papá de Florentino Ariza. Y luego por la calle del candilejo que, en un punto, tiene una saliente que no permite saber si alguien viene caminando en sentido contrario. Esta calle también aparece en El amor en los tiempos del cólera.
La calle de las ventanas era el lugar donde vivía el padre de Florentino Ariza.
Luego llega al Portal de los dulces, donde el amor de Fermina Daza por Florentino Ariza se acaba con una mirada, con un movimiento de desprecio de la mano de Fermina. Desde la Plaza de los coches, bajo un sol ardiente, Jaime indica el taller del fotógrafo Jeremiah de Saint Amour. El personaje de Jeremiah está inspirado en un belga que llegó a Aracataca atraído por la fiebre del banano. El belga, como Jeremiah, se suicidó con sahumerios de cianuro de oro.
Gran parte de los personajes de García Márquez están inspirados en personas reales. Él le añade unas piscas de ficción a cada relato para mejorarlo. La historia de El amor en los tiempos del cólera, la de los amores contrariados, es en realidad la historia de amor de los papás de Gabo: Gabriel Eligio y Luisa Santiaga. Gabo los entrevistaba por separado para que no se dieran cuenta de qué estaba planeando. Pero Gabriel Eligio lo advirtió, y cuando él murió, antes de que se publicara la novela, encontraron en su casa un montón de papeles escritos con su letra. Gabriel Eligio también estaba escribiendo su historia de amor.
Con los años, Jaime ha aprendido a aceptar y a querer su condición de hermano del colombiano más célebre del mundo. En octubre de 2000 asumió el cargo de subdirector ejecutivo de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI). Fue una súplica familiar que tuvo que aceptar. El destino siguió llevándolo por un camino que, en otras circunstancias, nunca habría escogido.
Jaime dice que él y Gabriel tienen la misma cabeza, “pero por fuera”. La diferencia entre los dos se puede explicar, resumida, con la siguiente tesis: Jaime siempre le busca explicaciones racionales, y la encuentra, a los eventos que Gabriel percibe como mágicos. Por eso, según Gabriel, Jaime es experto tirándose los cuentos.
Pero la relación de los dos es muy íntima. Gabo es padrino de Jaime dos veces, de nacimiento y de matrimonio. Comparte con él, y con sus demás hermanos, el miedo a las alturas. El día en que todos viajaron a Suecia para presenciar la entrega del Nobel, Jaime se quedó en Bogotá. Alcanzó a llegar hasta al aeropuerto, pero allí le entró un miedo incontrolable. No se iba a meter diez horas en un aparato volador. Conoce todas las estadísticas de accidentes de aviones: cuántos se caen al año, dónde se caen más, cada cuánto se caen vuelo domésticos y cada cuánto los transoceánicos.
Jaime prefiere el agua al aire. En su juventud fue un gran nadador, pero un entrenador argentino le cambió el estilo y, por ponerlo en términos coloquiales, le dañó el nadado.
En sus días como periodista de El Universal, Gabriel García Márquez se hospedaba en el Hotel Suizo.
El recorrido se termina en el parque Fernández de Madrid. Allí, un día, Gabriel le dijo a Jaime: “mira, esa es la casa de Fermina Daza”. Es una casa blanca que tiene un loro de bronce en la puerta. En la plaza, sentado en un murito salpicado de estiércol de pájaro, Jaime recuerda las mil y un conversaciones que ha tenido con Gabo. “Quizás yo no haya hecho nada por subir la imagen de la familia García, pero me he esforzado mucho en no rebajarla, ni un milímetro”, dice.
Jaime ha tenido que representar a Gabo en Cartagena en su fundación. Y ha tenido que hablar sobre él en varias charlas y conversatorios. Y sí, ha tenido que escribir, aunque le duela la cabeza construir un párrafo. Hace unos años dio un discurso en Buenos Aires, muy aplaudido, en el que dice, entre otras cosas, que la fama de su padrino terminó por cambiarlo de oficio: de ingeniero civil pasó a ser ingeniero cultural.
Gabo no viene a Cartagena desde 2007, pero Jaime viaja todos los años a México para visitarlo. La última vez fue en octubre del año pasado, cuando se quedó quince días. En esa ocasión, Gabriel le pidió que no se fuera, que se quedara dos semanas. Quería tenerlo a su lado unos días más. Jaime le explicó que tenía un puesto que no podía abandonar. Gabo le dijo que él podía pagarle lo equivalente a su sueldo. Ambos comprendieron que era imposible quedarse juntos, y entonces, con las caras largas, como cuando suena la campana y se acaba el recreo, cada uno tomó su rumbo.