En el epicentro del epicentro de la pandemia en México

Vie, 25/09/2020 - 12:30
El hombre del puesto de verduras junto al de Christopher Arriaga murió primero. Un cliente de mucho tiempo fue el siguiente.

El hombre del puesto de verduras junto al de Christopher Arriaga murió primero. Un cliente de mucho tiempo fue el siguiente, luego falleció otro. Unos días después, un anciano vendedor de zanahorias se enfermó y murió en una semana.

Pronto, el coronavirus asaltaba los vastos pasajes de la Central de Abasto, el mayor mercado de productos del hemisferio occidental, y el padre de Arriaga también cayó enfermo. Docenas de personas en el mercado murieron, quizás cientos. Ni siquiera el gobierno lo sabe con seguridad.

Hay un momento en el que empiezas a ver morir a la gente, y el estrés empieza a destruirte”, dijo Arriaga, de 30 años. “Me hizo darme cuenta de cómo se siente un animal atrapado”.

Los médicos y los funcionarios dicen que la oleada de infecciones casi los desborda, irradiando lejos del mercado hacia zonas de toda la ciudad y más allá de México. Se convirtió en el epicentro del epicentro, el corazón rebosante de un barrio que ha registrado más muertes de covid que cualquier otra parte de la capital que es, en sí misma, el centro de la crisis nacional.

Ninguna parte del mundo ha sido tan devastada por la pandemia como Latinoamérica. México, Brasil, Perú y otros países de la región —con sistemas de salud endebles, una grave desigualdad y la indiferencia de sus gobiernos— tienen varios de los mayores índices de muertes per cápita por el virus en el mundo.

Y, a diferencia de Europa, Estados Unidos y muchas otras regiones, el brote en Latinoamérica no golpeó en oleadas. Golpeó furiosamente en la primavera y ha continuado durante meses, con pocos períodos de recuperación en comparación con los que se han experimentado en otros lugares, aunque sea brevemente, en todo el mundo. En la primera semana de septiembre, los diez países con mayor número de muertes per cápita estaban en Latinoamérica o el Caribe.

Aquí en Iztapalapa, el barrio en el sudeste de Ciudad de México donde se encuentra el mercado, estaba claro desde el principio que el virus golpearía con fuerza. De todos los distritos de la capital mexicana, es el más populoso y densamente poblado, con unos dos millones de personas apiñadas en 116 kilómetros cuadrados de comercios abarrotados y espacios de construcción que prácticamente no han interrumpido sus labores.

La pobreza circunscribe la vida, con escasez crónica de agua. Cientos de miles viven día a día, mucho más temerosos del hambre que de cualquier virus.

A lo largo de los meses, ese profundo escepticismo entre personas como Arriaga —los trabajadores que alimentan a Ciudad de México y a gran parte de la nación— se convirtió en conmoción y, finalmente, en resignación, mientras fallecían sus vecinos, amigos y seres queridos y su barrio se convirtió en la zona cero del brote.

Los funcionarios de Ciudad de México, temerosos de que el gobierno federal subestimara la epidemia, comenzaron a calcular las pérdidas por su cuenta. En pocas semanas, reconocieron que las muertes en la capital eran tres veces más altas que lo que se le decía al público. Ahora, México tiene la cuarta tasa de mortalidad más alta del mundo, con más de 70.000 vidas perdidas por el virus, según las cifras oficiales. Los expertos dicen que el número real puede superar esa cifra en decenas de miles.

En Iztapalapa, el virus dejó pocas vidas intactas, si no por la enfermedad, sí por los problemas económicos. La hambruna persiguió a personas que nunca se habían considerado pobres, y los rituales que unieron a la comunidad durante generaciones fueron suspendidos, incluyendo la cancelación de una de las mayores celebraciones católicas de Latinoamérica por primera vez en más de 150 años.

Para muchos se impuso una nueva realidad: un prolongado cierre económico era claramente imposible. La gente podría usar mascarillas, distanciarse lo más posible, pero casi nadie podía quedarse en casa. Tenían que seguir trabajando.

Para la gran mayoría de la gente, el riesgo de enfermedad o muerte simplemente se ha convertido en el precio de la supervivencia.

Ahora la región se prepara para una de las peores crisis económicas del mundo. Las viejas heridas de la desigualdad se están agravando y, según las Naciones Unidas, unos 45 millones de personas engrosarán las filas de la pobreza. Algunos funcionarios se preparan para una década perdida.

El gasto del gobierno para contrarrestar la pandemia en México es uno de los más bajos del mundo, lo que probablemente condenará a millones de personas a dificultades continuas y que, según numerosos economistas, son innecesarias.

Los intentos de Arriaga para mantenerse alejado del mercado solo duraron un mes, antes de gastar los ahorros de toda su vida y volver a trabajar con miedo.

“No me queda nada”, dijo durante un fin de semana reciente, preparándose para otra larga noche en el mercado. “Es salir y enfrentarse al virus, o sentarse aquí y morirse de hambre”.

El gran mercado que no se puede cerrar

No importa cuán grave ha sido el brote, el mercado nunca se cerró completamente. No podría. México lo necesita demasiado.

La Central de Abasto se extiende a lo largo de 327 hectáreas con interminables corredores de frutas y verduras que abastecen el 80 por ciento de la capital y el 30 por ciento de la nación. Cada día llegan camiones de prácticamente todos los rincones del país, transportando aguacates, melones, piñas y cebollas por toneladas.

Al principio, cuando la epidemia comenzó en México, en marzo, más de 100.000 personas trabajaban allí —vendedores, compradores, conductores, limpiadores— e incluso un mes después, casi nadie en el mercado llevaba cubrebocas.

Pero el tráfico peatonal disminuyó hasta casi detenerse, alimentando más la ira por las pérdidas de los negocios que la precaución. Los funcionarios pusieron carteles advirtiendo sobre la COVID-19 e instaron a los trabajadores a que reportaran si se enfermaban. Al principio, la mayoría los ignoró.

“Creo que se lo inventaron para subir los precios a los pobres”, dijo Arriaga sobre el virus, mientras ponía un saco de 22,6 kilos de ejotes en un estante. “No sería la primera vez”.

Su vecino, que vendía alcachofas crudas por cestas, asintió con la cabeza.

“Mira alrededor”, dijo. “¿Ves a alguien aquí muriéndose?”.

Muchos lo harían, muy pronto. En mayo, las autoridades estimaron que una de cada diez personas que tuvieron que ser intubadas con ventiladores en Ciudad de México había estado en el mercado.

Una ‘pasión’ silenciosa

Jesús entró a la plaza en jeans y camiseta verde, sorteando una falange de policías que bloqueaba la entrada de la Catedral de Iztapalapa.

Iba a ser un día difícil. Al final de la tarde estaría ensangrentado, maltratado y crucificado. Y, por primera vez en 177 años, nadie estaría allí para verlo.

Cada año, desde 1843, Iztapalapa organiza una representación de la Pasión de Cristo para recordar una plaga que asoló a la comunidad. Los organizadores dicen que es la más grande del mundo y, cada primavera, atrae a unos dos millones de personas durante sus cinco días de duración.

Excepto este año, porque los organizadores cerraron el evento al público y lo transmitieron en vivo por televisión.

“Sobrevivimos a la Guerra de la Reforma, a la Revolución y al terremoto de 1985”, se lamentó Tito Dominguez, uno de los principales organizadores, “y nunca hemos tenido que hacer esto”.

En tiempos normales, el evento es un espectáculo asombroso. Cientos de miles de personas se reúnen en las calles del centro de Iztapalapa, observando la procesión mientras Jesús sube por una montaña sagrada para ser crucificado.

Este año fue fácil sentir la decepción, incluso la de Mauricio Luna, el joven que interpretó a Jesús. La mayoría de los actores habían ensayado durante meses para ser parte de la representación. Ser elegido es un gran honor. Muchos sintieron que les robaron el sueño de toda una vida.

“Mi corazón estalló cuando me di cuenta de que mi familia no estaba allí para verlo”, dijo Luna.

Pero en cuestión de semanas, la melancolía dio paso al alivio. Iztapalapa era un hervidero de coronavirus. Los hospitales comenzaron a llenarse y el quejido lastimero de las ambulancias se convirtió en una banda sonora nocturna.

Los actores respiraron con un suspiro de alivio. Al menos tres miembros de la familia murieron por el virus. Sabían que la decisión de celebrar el evento en privado, por muy molesta que fuera, había salvado vidas. Tal vez las de ellos mismos.

Como muchas víctimas en Iztapalapa, experimentaron una sensación de vergüenza al contraer el virus.

“Hay un estigma”, explicó Dominguez, el organizador. “Nadie quiere admitir que lo tuvo”.

Los rumores en las calles

A fines de abril, un brote en toda regla afectaba a Iztapalapa, y las noticias locales comenzaron a calificarlo como el lugar más afectado de todo México.

Pero mientras algunos de sus competidores habían cerrado, María de los Ángeles Aquino Ramírez estaba de pie ante un caldero hirviendo, removiendo un denso guiso rojo de pimientos y estómago de vaca, un platillo popular que vendía afuera de su carnicería, con la esperanza de aguantar tanto como pudiera.

“No podemos darnos el lujo de cerrar”, dijo.

Los cubrebocas seguían siendo la excepción entre las cientos de personas que estaban en la calle. Aquino Ramírez llevaba uno, pero sobre todo para evitar ser molestada por los funcionarios. El gobierno local se tomaba las cosas en serio.

Pero la desinformación era tan rampante como el propio virus.

El celular de Aquino Ramírez estaba lleno de videos enviados a través de WhatsApp que decían que el virus era una conspiración china y que la lejía era una cura. El presidente Andrés Manuel López Obrador ha formulado sus propias teorías, llegando a decir que tener la conciencia limpia ayuda a prevenir la infección.

“He oído que el gobierno está pagando a la gente para que digan que sus seres queridos murieron de covid”, susurró Aquino Ramírez. “Tengo dos amigos a los que les ofrecieron dinero”.

En el mejor de los casos, los rumores sembraban confusión y duda. En el peor, eran una sentencia de muerte.

Así que los funcionarios tomaron una medida drástica, justo lo que Aquino Ramírez y su marido habían temido. La gigantesca Central de Abasto permaneció abierta, pero los mercados al aire libre de Iztapalapa fueron suspendidos —los 354— por un mes, paralizando a los pequeños comerciantes como Aquino Ramírez y otros 40.000 trabajadores en el vecindario.

Su vecino en el mercado, Eusebio Galván Arreola, estuvo a punto de desmayarse cuando escuchó la noticia.

Padre de dos hijos, ganaba unos 75 dólares a la semana vendiendo juguetes, cortaúñas y cepillos, y una semana antes había duplicado sus compras de productos para que le duraran durante la pandemia.

Ahora, no tenía dónde venderlos y solo tenía 150 dólares —los ahorros de toda su vida— para sobrevivir.

“No me importa este virus”, dijo, dejándose caer sobre un taburete de plástico, casi desplomándose. “No tengo forma de sobrevivir”.

De vuelta al trabajo

Los pasillos vacíos olían a lejía y a frutas agrias. Los trabajadores sanitarios marchaban en trajes blancos de Tyvek, dispensando gel y gritando en megáfonos para que los jóvenes, los viejos y los enfermos se fueran a casa.

En mayo, la Central de Abasto estaba inquietantemente vacía. El bullicio de las semanas anteriores había desaparecido. Solo quedaban los trabajadores necesarios para alimentar a la nación. El virus se había filtrado en las áreas circundantes, en una sola calle justo detrás del mercado, al menos 40 personas murieron por infecciones de covid.

La policía vigilaba las entradas, tomando la temperatura. Los trabajadores sanitarios hicieron pruebas a los vendedores. Los pequeños comerciantes como Arriaga se habían marchado, las puertas de sus puestos estaban cerradas y los productos que dejaron almacenados comenzaban a pudrirse.

Entre los vendedores, la negación dio paso a la desesperación. Pedro Torres, el presidente del sindicato de productores de frutas y verduras, dijo que 50 personas que conocía habían muerto a finales de mayo.

Dos hermanos que habían construido un imperio de productos frescos desde cero. Un hombre de 90 años que se negó a quedarse en casa por el trabajo. Un vendedor de tomates y calabazas que siempre usaba cubrebocas y guantes.

“Somos un lugar que reúne a cientos de miles de personas”, dijo Torres, añadiendo que él también había caído enfermo. “Se extendió por todas partes”.

Después de que su padre enfermara, Arriaga huyó de la ciudad y se fue a la casa de su madre, en el pueblo de Chalco. Por primera vez en cinco años, se tomó un tiempo libre. Se sentía extraño, como un placer culpable. Solía bromear con que su sueño era dormir hasta las 10 de la mañana, aunque solo fuera por un día.

“Era realmente hermoso, pasar tiempo con mi madre, mi hermano y mi hermana”, dijo. “Por todas las cosas malas que pasaron, al menos esto fue un regalo”.

Su padre se recuperó, pero Arriaga solo pudo acompañarlo durante un mes porque se le acabaron todos sus ahorros. Con el corazón apesadumbrado, regresó a Iztapalapa y reanudó su trabajo en el mercado.

Los vendedores dirigen sus locales con equipos esqueléticos que usan mascarillas, la otrora energía cinética parece amortiguada por el miedo. Ahora los cubrebocas prevalecen. Pero en todos los niveles, simplemente hay menos. Menos clientes. Menos ventas. Y una sensación inminente de que lo peor aún está por venir.

Grandes riesgos, pequeñas recompensas

El marido de Aquino Ramírez se enfermó pero siguió trabajando a pesar de la fiebre y los dolores. Otros dependían de él, y no podía permitirse el lujo de descansar.

A pesar de que la mayoría de los vendedores de carne no estaban dispuestos a arriesgarse a una infección, Aquino Ramírez se las arregló. Y le fue mejor que a la mayoría.

Su vecino, Galván Arreola, apenas sobrevivía. Alimentaba a su familia con solo 25 dólares a la semana, reduciéndolos a arroz y frijoles.

“No tienes ni idea de lo que se siente no poder alimentar a tu familia”, dijo. “Nunca pensé que se pudiera poner tan mal en México”.

El sentimiento era cada vez más común en todo Iztapalapa. La cuñada de Aquino Ramírez, Mercedes Zamora, se vio obligada a alimentar a diez personas, incluyendo a seis niños, con 50 dólares a la semana. Luego, Zamora y sus hijos adultos se enfermaron de la COVID-19. Al menos sobrevivieron, dijo.

Una aburrida aceptación de la nueva realidad llenó a Iztapalapa: el coronavirus es un riesgo necesario, y la recompensa por contraerlo es simplemente la supervivencia.

Aquino Ramírez volvió a poner la mesa frente a su carnicería y vende tacos, dulces y sopa. Pero las muertes diarias por el virus siguen siendo tan altas como en junio y la pandemia se ha cobrado tantos medios de vida que, de todos modos, pocas personas pueden comprar mucha carne.

“Ahora solo tenemos que sobrevivir”, dijo Aquino Ramírez.

Azam Ahmed es el jefe de la corresponsalía para México, América Central y el Caribe, donde ha trabajado en proyectos que examinan la corrupción y el uso ilegal de software espía por parte del gobierno en México y la crisis de homicidios en América Latina. Antes fue jefe del buró en Afganistán. @azamsahmed

Los pasillos del mercado seguían con movimiento en abril (Daniel Berehulak/The New York Times)

Christopher Arriaga, a la derecha, atiende a clientes de su local. (Daniel Berehulak/The New York Times)

Por: Azam Ahmed and Daniel Berehulak

Creado Por
The New York Times
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