Antonio José Caballero Velasco de Santander de Quilichao, fue y será el reportero más osado y más destacado de Colombia. Durante su carrera periodística recorrió Colombia y el mundo y logró entrevistar a grandes personalidades al rededor del planeta.
Por sus micrófonos pasaron Yaser Arafat, Hugo Chávez, Juan Pablo II, Maradona, Muamar el Gadafi, Salvador Dalí y Pelé entre muchos otros.
Vivió y estudio en España y en Italia, trabajó en medios españoles y en la Radiotelevisione Italiana RAI. En Colombia se destacó especialmente en Caracol y RCN Radio.
Sus crónicas y cubrimientos le merecieron muchos galardones entre ellos cinco premios Simón Bolívar, incluido periodista del año por su cubrimiento del autogolpe de Hugo Chávez.
En estos días encontré esta fotografía y por eso quise recordar como conocí a Caballero, mi maestro y el mejor reportero que he conocido en mi vida.
Antonio José Caballero, llegó a Roma en 1978 luego de haber vivido y trabajado en Madrid. Estando en la Ciudad Eterna coincidió, el 28 de septiembre 1978, con la muerte de Albino Luciani, Juan Pablo I, y esto le permitió seguir de primera mano el misterioso fallecimiento del Papa de la sonrisa, a solo 33 días de haber iniciado su pontificado.
Caballero cubrió las exequias de Luciani, el conclave y la elección del primer Papa Polaco, Karol Wojtyla. Ese 16 de octubre de 1978 estando en la plaza de San Pedro cuando el Cardenal Protodiácono anunció este nombre, nadie lo tenía entre la rosa de los papables y había mucha confusión de su origen y su biografía.
Algunos periodistas decían que se podía tratar de un papa africano, y Caballero en medio de la incertidumbre seguía esperando más datos del nuevo pontífice. Pero como al que le van a dar le guardan, en medio de la transmisión y como “caído del cielo” se le acercó el Cardenal Alfonso López Trujillo y le dijo: “Yo conozco al nuevo Papa”.
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Le puso unos audífonos, los sentó a su lado y fue así que pudo sacar adelante la transmisión de la llegada del primer papa polaco. A Caballero la buena suerte siempre lo acompañaba, pero también tenía claro que la suerte sin talento no sirve para mucho.
Esa historia de cómo López Trujillo conoció a Wojtyla es casi de realismo mágico y me la contó en Roma: Cuando fue elegido Albino Luciani en agosto de 1978, durante los primeros días todos querían hablar con él.
Uno de ellos era el religioso tolimense quien a pesar de que le habían confirmado que tendría la cita, no fue posible y tuvo que salir decepcionado del Palacio Pontificio sin haber hablado con el nuevo Papa.
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Una fuerte lluvia caía en la ciudad eterna y por eso tuvo que resguardarse bajo el columnado de la Plaza de San Pedro. Estando allí vio que a su lado estaba otro cardenal en el mismo plan.
Se saludaron y mientras el agua arreciaba la charla se alargó. López Trujillo se desahogó con el cardenal que acababa de conocer y le contó lo que le había pasado: “En el próximo mes de enero en Puebla México se va a llevar a cabo el encuentro mundial de las familias y quería invitar al Papa Juan Pablo I. Necesitaba presentarle el evento, sus propósitos, el alcance y la importancia del mensaje”.
Como la lluvia no mermaba, el alto prelado colombiano seguía contándole al anónimo cardenal que con atención escuchaba y de vez en cuando lo interrumpía para hacerle preguntas.
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Al final cuando ya la lluvia se había convertido en llovizna y poco a poco las calles cercanas al Vaticano se abarrotaban de transeúntes que escapaban del agua, el purpurado desconocido le dijo a López Trujillo: “Qué interesante y qué útil para su magisterio. estoy seguro que en ese evento estará el Papa”.
Y así fue porque quien inauguró el I Encuentro Mundial de las familias fue el Papa Juan Pablo II, Karol Wojtyla, el mismo anónimo cardenal que escucho a Lopez Trujillo bajo la lluvia y que un mes después fue elegido como como el Papa 264 de la iglesia católica.
A Caballero lo conocí personalmente en un cubrimiento internacional, nada que ver con el Vaticano. Fue en la Cumbre del Milenio en septiembre del 2000 en Nueva York. Era mi primer viaje a Nueva York y empecé por la puerta grande, cubriendo esa cumbre que reunía a los principales jefes de Estado del mundo, además dos invitados muy especiales por lo que representaban, Fidel Castro de Cuba y Yaser Arafat de Palestina.
Los únicos periodistas de radio en la delegación presidencial colombiana éramos Caballero por Caracol y yo, que iba por radio Super. Todos los colegas me advertían que sería víctima de una gran “chiviada” porque Caballero era implacable y como reportero no había quien le pudiera seguir el paso.
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El primer día de cubrimiento había reuniones bilaterales y el Presidente colombiano Andrés Pastrana se encontraría con su homólogo de España José María Aznar. La dinámica en esos cubrimientos es que los periodistas nos ubican detrás de una valla y como en una alfombra roja, pasan los jefes de Estado que medio saludan, entran a sus reuniones privadas y al final hacen un punto de prensa y allí algunos hacen declaraciones y listo.
Teniendo en cuenta las advertencias, me hice al lado de Caballero para tenerlo en la mira porque sabía que en cualquier momento se desaparecía. Cuando estaba en un cubrimiento le gustaba trabajar solo.
De repente hubo un gran movimiento y me di cuenta que estaba ingresando al Palacio de Vidrio el presidente venezolano Hugo Chávez. Alisté mi grabadora por si daba alguna declaración ya que, según la hora de Colombia, en cualquier momento me darían cambio desde Nueva York en la Cumbre de las Naciones Unidas y tenía que empezar con pie derecho.
De pronto, y sin avisar, veo que Caballero se abalanza sobre Chávez y con su vozarrón lo saluda. “Comandante Chávez ¿en qué anda? - El presidente venezolano reconoció el rugido del canoso amigo, se detuvo abrió los brazos y le dijo “Mi gran amigo Caballero ven aquí dame un abrazo”.
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Los de seguridad le abrieron paso, se abrazaron y Caballero lo tomó del brazo y sin inmutarse se entró con su amigo Chávez a la zona restringida a los periodistas y yo, impávido, quedé afuera.
En ese momento me dieron cambio, saludé tranquilamente, narré que hasta ese momento iniciaban las reuniones bilaterales, que estaban llegando algunos jefes de Estado y que más adelante ampliaríamos la información.
Sin embargo, sabía que esa normalidad aparente iba a terminar en cualquier momento, cuando monitorearan Caracol y escucharan al aire y en directo al enviado especial, Antonio José Caballero, con el Presidente de Venezuela, el comandante Hugo Chávez.
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Así que puse en marcha mi plan B, pero la verdad no lo tenía. En ese momento llegó el Presidente Pastrana quien tenía reunión con Aznar. Me acerqué y en voz de auxilio le dije: “Presidente, ayúdeme, Caballero va acabar con mi carrera periodística, usted me tiene que salvar, Caballero está allá adentro con Chávez”.
El Presidente me miró, se rio y me dijo, “Venga entre conmigo”. A los pocos minutos cuando ya Chávez había iniciado con su retahíla por Caracol, me dieron de nuevo cambio desde Nueva York y con la misma tranquilidad del primer informe, pero muy agitado por dentro di la hora y dije: “A esta hora en exclusiva y en directo por Radio Súper desde el Palacio de Vidrio de las Naciones Unidas le damos la bienvenida al Presidente de España José María Aznar”.
Desde lo lejos Caballero me vio con el Presidente Aznar, pero yo estaba tranquilo ya que la elocuencia de Chávez lo tendría entretenido por un buen rato. Cuando me di cuenta vi que Caballero estaba terminando con Chávez y como una fiera, con el teléfono en mano, comenzó a acercarse anunciando que seguía con el Presidente Aznar.
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Para no darle papaya, terminé, lo despedí y cuando llegó Caballero, ya el mandatario español se había encerrado con el Presidente Pastrana. Como si nada hubiera pasado Caballero me preguntó: “¿Y que dijo Aznar?”. Y yo como nada le respondí: “¿Y que dijo Chávez?”. Me miro con cara de revolver y me dijo: “¡Ah! entonces, ¿A esto vamos a jugar?”. Y yo, muy tranquilamente, le respondí: “Yo no estoy jugando, estoy trabajando”. Y me fui.
Luego nos encontramos en el almuerzo y Caballero se me acercó y me dijo: “Vamos hacer una vaina, trabajamos en llave, nada de estar comentando con los otros en qué andamos. Usted y yo, de radio, juntos, los demás que hagan lo que quieran”.
Así fue como durante los días siguientes logramos gran camaradería, me convertí en su sombra. Conocía Nueva York como ninguno y mientras en el día lográbamos entrevistas que nadie más tenia, en las noches nos íbamos a recorrer la Gran Manzana y su bohemia.
Fuimos a restaurantes buenísimos; en los bares de West Village hicimos crónicas con músicos del jazz neoyorkino; hablamos con colombianos que hacían toda clase de trabajos en el barrio Queens; me enseñó que en estas ciudades un buen termómetro son los taxistas y los bármanes, que para estos cubrimientos el periodista no se puede quedar solo en los comunicados oficiales, sino que hay que salir a buscar la noticia que está en cualquier lado.
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Me enseñó que hay una hora del día que todos los presidentes por ocupados que estén, se escapan a la tienda de souvenirs de las Naciones Unidas y allí había que montar guardia lo mismo que en los ascensores.
Conseguimos exclusivas, historias fantásticas, como la de la camarera colombiana que arreglaba las habitaciones de varios presidentes; y la de un disidente cubano que llegó como beisbolista y por una lesión terminó de gígolo.
En fin, aprendí con Caballero que muchas veces la noticia está detrás de la noticia. Ah y me subrayó algo muy importante: “Hay que saber cuáles son los hoteles donde están las delegaciones y visitar los lobbys y los bares, porque allí están todos.
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Alargué esos viáticos porque en los bares de los hoteles hay que entrar con cara de dueño porque ahí llegan todos”. El trabajo en llave funcionaba muy bien y estaba aprendiendo más que en los años de las clases de reportería en la universidad.
Los demás colegas nos miraban con recelo, pero igual seguíamos adelante. Un día, mientras algunos estaban de compras, vimos que salió la delegación del presidente Castro, tomamos un taxi y nos fuimos detrás de la caravana cubana hasta que un carro de seguridad nos cerró el paso, nos hizo bajar, nos requisaron y a última hora nos salvó un agente de la escolta de Fidel Castro que reconoció a Caballero y nos dejó ir, aunque sin entrevista.
Pero faltaba el día crucial, la reunión de los miembros del Consejo de Seguridad que se encontrarían con Fidel Castro y el mítico presidente de Palestina Yasser Arafat.
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Para ahorrarme lo del hotel, yo me quedaba en el apartamento del colega y amigo Jairo Barón. Dormía en la sala del apartamento en una colchoneta que debía inflar y luego, en la mañana, recoger de nuevo.
Eso era más fatigoso que seguir al Comandante Castro. Me levantaba muy temprano desinflaba el colchón, desayunaba en una cafetería al lado de la estación del metro, y llegaba al hotel a las 7:00 a.m. donde la camioneta de prensa nos llevaba hasta las Naciones Unidas.
Esa mañana Caballero no estaba en el lobby del hotel y pensé que se había quedado dormido. Fui a la recepción y pedí que me comunicaran con la habitación 1307. El citófono timbraba y timbraba y no contestaba.
Le di cinco dólares al camarero y le dije que fuera y lo levantara a las buenas o a las malas. Ya a punto de que la camioneta de prensa se fuera, bajó el camarero y me dijo: “En la habitación no hay nadie”.
Tuve sentimientos encontrados: tranquilidad por la vida del camarero que sobrevivió, porque no me puedo imaginar la reacción de Caballero si hubiera visto que un dominicano con gorrito le estaba echando agua en la cara; y una honda preocupación de comprobar que hasta ahí había llegado el colegaje porque Caballero se me había adelantado para el cierre.
Cuando nos dirigíamos a la ONU todos me la cobraron me decían. “Se lo advertimos, Caballero tarde o temprano lo iba a chiviar”. Cuando llegamos a la ONU, había una fila enorme y debía entrar cuanto antes.
En esos días me había hecho amigo de una periodista de la Voz de América, a quien vi mucho más adelante. Llevaba unas chocolatinas Jet, corrí hasta ella y le dije: “Te estaba buscando para darte este regalo”.
Ella feliz me abrazó y de ahí no me moví. De nuevo en la alfombra roja, entraban los líderes del mundo y a Caballero no lo veía por ningún lado. De un momento a otro se dispararon los flashes, las cámaras de televisión apuntaron hacia la puerta, y de pronto ingresó vestido de verde oliva el enorme Comandante cubano Fidel Castro, quien a pesar de la restricción, estaba fumando un gran habano.
Saludaba con la socarronería de una estrella, se detenía, decía algo que despertaba las risas de los que lo escuchaban, continuaba su lento caminar y… ¡Pum! De la nada oigo de nuevo la voz de Caballero: “Comandante Castro, ¿Donde dejó a Omara Portuondo?”.
Fidel volteó su mirada abrió sus brazos y dijo: “Caballero, amigo, mío ven para acá”. Antonio José saltó la seguridad, abrazo al comandante, y de nuevo, descaradamente, entró tomado del brazo. Y yo, de nuevo, impávido, sin palabras, quedaba afuera.
Aquí no iba a llegar el Presidente Pastrana para darme una mano; tampoco estaría Evo Morales como para hacerme pasar por su hermano feo; y menos quedándome quieto iba a evitar el fin de mis cubrimientos internacionales.
Ese día estaba estrenado un vestido negro de chaleco con corbata amarilla que mi madre me había comprado para el viaje. Comencé a mirar por donde escabullirme, pero la seguridad era impresionante y no había cómo.
Así que recordando uno de los consejos de Caballero me fui para uno de los ascensores escondidos para ver en que delegación me podía colar. Cuando las esperanzas se esfumaban, vi que al frente de la puerta de uno de los ascensores de servicio estaban ubicando unos carritos con pasabocas y bebidas para los dueños del mundo.
¡Luego llegaron los meseros que entrarían a la sala del ovalo y! ¡Oh sorpresa! Todos en vestido negro, chaleco y corbata amarilla. Me quité la escarapela de prensa, subí corriendo al segundo piso, donde estaba la salida del ascensor, y muy juicioso como los otros meseros tomé una bandeja y me ubiqué en la ordenada fila que silenciosamente entró al auditorio del oval, donde los jefes del mundo disertaban.
Puse la bandeja sobre la mesa señalada mientras buscaba a Antonio José entre los presentes, pero él ya me había descubierto y no entendía qué hacia allí. Me acerqué donde estaba y me senté en una silla a su lado: “¿Usted qué hace aquí?! ¡Sálgase!”. N- “Si usted no se sale, yo tampoco” C- “Aquí nos van a joder salgase”. N- “Mientras usted esté aquí, no me muevo. Y si nos sacan, que nos saquen a los dos”. C- “Entonces quédese callado, pero yo no respondo por usted”.
Así estuvimos presentes durante el Consejo de Seguridad. Ni siquiera nos mirábamos y cada minuto que pasaba se convertía en horas. Al final el Secretario de la ONU, Kofi Annan, dio por terminada la reunión e invitó a los jefes de Estado a disfrutar de los pasabocas que yo les había llevado.
Ya con el ambiente más distensionado comenzamos a caminar entre los dueños del mundo, saludamos algunos presidentes, pero con lo que no contaba Caballero es que además yo había entrado con la cámara fotográfica en el bolsillo.
Ese día entrevistamos al Presidente de Francia, Jacques Chirac, al líder palestino, Yasser Arafat; al Presidente de Estados Unidos, Bill Clinton; al Primer Ministro inglés, Tony Blair; e incluso hasta el Presidente de Rusia, Vladimir Putin. Para que no quedara duda registré para la posteridad este osado momento, fotografiándome con cada uno de ellos, sin olvidar que Caballero fue mi fotógrafo de confianza.
Cuando salimos sanos y salvos acordamos que no diríamos nada a los otros colegas, pero no contábamos con que nos habían visto todo por el circuito cerrado de la sala de prensa. Fue así que nació esta gran amistad y colegaje con Caballero que luego nos llevó a cubrir juntos muchas noticias en el Vaticano; ganamos el premio de periodismo Simón Bolívar por el cubrimiento de la muerte de Juan Pablo II y la Elección de Benedicto XVI; seguimos la elección del Papa Francisco; y el último cubrimiento fue la canonización de la Madre Laura el 12 de mayo de 2013.
Pocos meses después, el 17 de diciembre de ese año, terminó su lucha contra una penosa enfermedad. Pero coincido con lo que dijo en su momento el gran Juan Gossain “Una persona como Antonio José Caballero no muere jamás”.