En medio de una aterradora oleada de coronavirus, 242 pacientes yacían en filas y filas de camas bajo las altísimas vigas de metal de una vieja y clausurada fábrica de Volkswagen.
Los trabajadores del enorme hospital de campaña podían proporcionar oxígeno y medicamentos, pero en un domingo reciente no había camas de unidad de cuidados intensivos, ni respiradores, ni teléfonos que funcionaran, y solo un médico de guardia: la doctora Jessica Du Preez, en su segundo año ejerciendo de forma independiente.
En un refrigerador con forma de galpón, detrás de una puerta con la inscripción “DEPÓSITO DE CUERPOS”, había carritos que contenían los restos de tres pacientes aquella mañana. Una funeraria ya había recogido otro cadáver.
Durante sus rondas, Du Preez se detuvo en la cama de una paciente de 60 años, una abuela y exconsejera universitaria. Su tubo de oxígeno se había desprendido mientras yacía boca abajo, pero los enfermeros tenían tantos pacientes que no se habían dado cuenta. Ya había muerto.
Mientras dos porteadores colocaban su cadáver en una bolsa, un trabajador se asomó por la puerta para informarles que otro paciente, un hombre diabético de 67 años, había fallecido.
En ese mismo momento, la condición de una maestra de unos 50 años estaba empeorando. Du Preez intentó conseguirle un espacio en alguna otra unidad de cuidados intensivos de la ciudad, pero fue en vano. Llamó al esposo de la maestra, quien le preguntó qué podía hacer. “No mucho”, respondió la joven médica.
“Es una pena”, dijo una y otra vez ese día.
Durante horas sonó la alarma del monitor al lado de la cama de la maestra. Su nivel de oxígeno era peligrosamente bajo, su pulso estaba acelerado y su presión arterial estaba por las nubes. Aun así, permaneció consciente, diciendo que no podía respirar. Esa noche, murió sola. El libro “A Heartbeat of Hope: 366 devotions” yacía en su mesita de noche junto a un par de gafas de lectura.
Cuando comenzó la pandemia, los funcionarios de salud pública mundial expresaron tener serias preocupaciones por las vulnerabilidades de África. Sin embargo, en general parecía que a sus países les estaba yendo mejor que a los de Europa o América, lo que les dio un vuelco a las expectativas de los científicos. Ahora, el coronavirus está aumentando de nuevo en varias regiones del continente, lo que presenta una nueva amenaza, posiblemente más letal.
En Sudáfrica, una avalancha de nuevos casos que se propagó desde Puerto Elizabeth está creciendo exponencialmente por todo el país, acumulando muertes. Ocho países, incluyendo Nigeria, Uganda y Malí, hace poco registraron su mayor número de casos diarios de todo el año. “Ya llegó la segunda ola”, declaró John N. Nkengasong, director de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por su sigla en inglés) de África.
Cuando se detectó el virus por primera vez, muchos países africanos se consideraron particularmente en riesgo porque tenían sistemas débiles de atención médica, de laboratorio y de monitoreo de enfermedades, además de que ya estaban batallando con otras infecciones. Algunos estaban asolados por conflictos armados, lo que limitaba el acceso de los trabajadores de la salud. En marzo, Tedros Adhanom Ghebreyesus, el primer director general africano de la Organización Mundial de la Salud advirtió: “Tenemos que prepararnos para lo peor”.
Sin embargo, muchos gobiernos africanos activaron cuarentenas rápidas y estrictas que —aunque fueron desastrosas para la economía, en especial para los ciudadanos más pobres— frenaron la tasa de infección. Algunos desplegaron redes de trabajadores comunitarios de la salud. Los CDC de África, la OMS y otras agencias ayudaron a expandir el proceso de aplicación de pruebas de diagnóstico y a distribuir equipos de protección, equipos médicos y productos farmacéuticos.
El número de víctimas de la pandemia reportadas en el continente —2,6 millones de casos y 61.000 muertes, según los CDC de África— es menor a la que Estados Unidos experimenta en la actualidad en tres semanas.
Pero ese conteo, casi con toda seguridad, está incompleto. Cada vez hay más evidencia de que se pasaron por alto muchos casos, según un análisis de nuevos estudios, visitas a cerca de una docena de instituciones médicas y entrevistas con más de 100 funcionarios de salud pública, científicos, líderes gubernamentales y proveedores médicos en el continente.
“Es posible y muy probable que la tasa de exposición sea mucho mayor de lo que se ha informado”, dijo Nkengasong.
Ahora, mientras luchan contra nuevos brotes, los médicos están convencidos de que muchas muertes tampoco se han contabilizado. John Black, el único especialista en enfermedades infecciosas para adultos en Puerto Elizabeth, afirmó que él y otros médicos temían que muchas personas se estuvieran muriendo en sus casas. De hecho, un análisis del gobierno reveló que había habido más del doble de muertes adicionales de las que podrían explicar los casos confirmados en Sudáfrica. “No sabemos cuál es la cifra real”, dijo.
Los científicos también están considerando otras explicaciones para la situación del continente. Estas van desde el hecho de que las infecciones asintomáticas o leves son más comunes en los jóvenes —la edad promedio en África es de solo 19,7 años, casi la mitad de la de Estados Unidos— hasta factores no probados como la inmunidad preexistente, los patrones de movilidad, y el clima. Si esas condiciones ayudaron a proteger a la población del virus antes, ¿lo harán ahora?, se preguntan los funcionarios.
En Sudáfrica, por mucho el país líder del continente en casos y muertes por coronavirus, la creciente devastación de su sistema de salud ha llevado al racionamiento de la atención médica para los adultos mayores. La semana pasada, las autoridades anunciaron que una nueva cepa del virus que quizá está asociada con una transmisión más rápida se ha vuelto dominante. En vista de la flexibilización de las medidas de control más estrictas, y el hecho de que un número mayor de personas ya no ven el virus como una amenaza, los funcionarios de salud pública temen que la segunda ola de África pueda ser mucho peor que la primera.
“La percepción del riesgo ha pasado de ser algo muy aterrador al principio a algo que en la actualidad ya no preocupa a la gente”, dijo Chikwe Ihekweazu, director general del Centro de Control de Enfermedades de Nigeria.
‘Matando a las personas silenciosamente’
En Howlwadaag, un asentamiento lleno de escombros en Hargeisa para refugiados somalíes y etíopes desplazados por el conflicto y la sequía, los riesgos de transmisión eran evidentes. Los residentes viven entre cactus espinosos, duermen hacinados en chozas de láminas de metal y en moradas redondas cubiertas de tela. Los trabajadores sociales enfocados en la prevención de la poliomielitis aconsejaron a los residentes que durmieran separados si estaban enfermos y que se lavaran las manos con frecuencia. Pero los miembros de la comunidad dijeron que no tenían dinero para comprar jabón.
Una mujer que estuvo quejándose de tos y dificultad para respirar rechazó el consejo de los trabajadores de la salud de que fuera al hospital un día de este mes. “Me da miedo que la gente no pueda venir a verme”, dijo Khadra Mahdi Abdi, y agregó que el precio del transporte era demasiado elevado.
En la región, la pandemia a menudo inspira negación. Los restaurantes están repletos, el distanciamiento social rara vez se cumple y las reuniones familiares son comunes. El uso de cubrebocas conlleva un estigma.
“La gente te observa, te señala y dice: ‘Este hombre tiene corona’”, dijo Hassan Warsame Nor, académico de la Universidad de Benadir, en Mogadiscio, quien dirigió un estudio de UNICEF sobre los comportamientos en la capital de Somalia.
Resistirse al tratamiento médico es común.
En Daryeel, el hospital designado para COVID-19 en Hargeisa, cinco pacientes separados por camas vacías de base de metal yacían junto a tanques de oxígeno sibilantes, con pedidos de medicamentos escritos a mano y pegados a las paredes. Los enfermeros ahuyentaban a las moscas que entraban por las ventanas que daban a un patio, donde a veces sacaban a los pacientes para una dosis de sol y canto de pájaros. La mayoría tenía a un familiar que los atendía, algo que el director del hospital, Yusuf M. Ahmed, se sintió obligado a permitir.
Ahmed afirmó que alrededor del 80 por ciento de los pacientes programados para ser transferidos a Daryeel tras dar positivo en el hospital público principal nunca se presentaban. La gente moría en sus casas. “El virus ahora está matando a las personas silenciosamente”, dijo Hussein Abdillahi Ali, un joven médico.
Por: Sheri Fink