Hoy muchos niños en Colombia regresan a clases, y con ellos llega la posibilidad de hacer algo diferente, de marcar una diferencia real en sus vidas. Sin embargo, esta oportunidad se pierde si seguimos reciclando las mismas prácticas, esas que ya no emocionan, que no inspiran, que no tocan ni la mente ni el corazón. Cada niño que entra a nuestras aulas merece ser tratado como alguien único, como un ser lleno de potencial, no como una estadística más que hay que pasar de año.
El problema no está en los niños; está en nosotros. No podemos pedirles más si nosotros, los docentes, no damos más. Si nuestras clases no despiertan curiosidad, si nuestras palabras no motivan, ¿cómo esperamos que nuestros estudiantes lleguen al colegio con ganas de aprender? Somos transformadores, somos generadores de conocimiento, pero también somos responsables de que ese conocimiento sea significativo. Y para eso, necesitamos cambiar, innovar y, sobre todo, conectar.
El aula debe ser un lugar seguro, no una jaula. Debe ser ese espacio donde el estudiante se sienta acogido, donde sepa que su voz importa, que sus emociones cuentan. Pero no basta con buenas intenciones; Necesitamos acciones concretas. Planeamos nuestras clases pensando en cómo hacer que el conocimiento cobre vida, en cómo despertar preguntas en lugar de solo ofrecer respuestas. Diseñemos actividades que no solo cumplen con el currículo, sino que también enriquecen la experiencia de cada niño.
El discurso de que los niños son el futuro no puede quedarse en palabras vacías. Es hora de creernoslo. Cada clase, cada actividad, cada conversación con un estudiante es una apuesta para el mañana. Si ellos perciben que la educación es una imposición, perderemos su interés. Pero si logramos que el colegio sea un segundo hogar, un lugar donde se sientan valorados y respetados, entonces estaremos construyendo algo grande.
Es cierto que nuestra labor no es fácil. Enfrentamos retos enormes: salones hacinados, recursos limitados, falta de apoyo institucional. Pero también es cierto que tenemos en nuestras manos el poder de cambiar vidas. Cada gesto de empatía, cada palabra de ánimo, cada esfuerzo por mejorar nuestras prácticas es una inversión en el futuro de nuestros estudiantes y, por fin, en el futuro del país.
Por eso, profes, este año les propongo un reto: dejemos de hacer más de lo mismo. Escuchemos a nuestros estudiantes, entendamos sus realidades, adaptamos nuestras estrategias. Que no nos dé miedo salirnos del molde, porque la educación que nuestros niños merecen no cabe en moldes preestablecidos.
El aula puede ser el lugar donde todo comenzará: sueños, aprendizajes, cambios. Depende de nosotros que esa sea la realidad. Dejemos de repetir viejas fórmulas y empecemos a construir algo nuevo, algo significativo, algo que haga que cada niño que pase por nuestras manos salga con el corazón lleno de amor y la cabeza llena de conocimiento. Ese es el legado que podemos dejar, y no hay misión más hermosa ni más urgente.