La campaña presidencial de Estados Unidos ha revelado lo inocultable: ninguno de los dos candidatos puede cambiar el hecho de que la democracia está frágil. Y es un mal que afecta a todo el mundo.
En dos semanas, Estados Unidos presenciará el primero de tres debates entre el presidente Donald Trump y Joe Biden, el candidato del Partido Demócrata. La campaña llega hirviente. Trump la ha convertido en un lodazal de insultos, mentiras y amoralidad. Biden intenta mostrar que puede ofrecer una alternativa razonable a quienes quieren un mandatario serio al frente de la (todavía) mayor potencia de la Tierra.
En todo caso, ninguno de los dos puede cambiar el hecho de fondo: vivimos en un mundo peor.
Estamos tan mal que es preciso que la nación más famosa por promover su institucionalidad en todo el planeta deba empezar a reconstruirla.
Algún devoto iluminado verá un castigo divino en el coronavirus, pero, créanme, esa plaga no es el mayor de nuestros males. Su pervivencia nada más condimentará la desarticulación del tejido social, el empobrecimiento material y simbólico de nuestras vidas y el riesgo cierto de que la democracia sufre una crisis de credibilidad mientras enfrenta la existencia de ultras, fascistas y nacionalismos.
Porque la democracia va mal. Es visible. Freedom House, una organización que investiga y promociona la democracia en el mundo, ha notado más deterioros que mejorías en la calidad democrática de numerosas naciones de Europa y Eurasia en los últimos diez años. Este año, quince países han presentado retrocesos significativos frente a nueve con mejorías. Y en 2018, la organización registró el decimotercer año de declive de libertades.
¿Qué sucede? Que no vivimos aislados. Las sociedades expresan su historia inmediata y su presente y observan la influencia de sus vecinos y del ambiente internacional. Y Estados Unidos es sin duda un país que el mundo mira con atención y cuidado. Es una broma usual (o eso creo) aquello de que los ciudadanos del mundo debieran votar en las elecciones de Estados Unidos, pero en realidad la paja suele estar más en casa que en ojo ajeno: los cambios han de ser locales. Esos cambios inspirarán a los vecinos y el efecto contagio podría hacer su parte más adelante para transformar la praxis política: las mejores prácticas —privadas y públicas— sirven de modelo para nuevas y mejores ideas.
Las elecciones de Estados Unidos concentran ahora la discusión sobre la calidad de la democracia futura. Average Joe, como le llaman a Biden, es un ejemplo de la condición defensiva que atraviesa la construcción de lo público: no es el mejor candidato, es lo mejor posible. Un político de carrera acostumbrado a la superestructura, con claroscuros y dobleces obvios. Si tomamos Estados Unidos como referencia de las malas cosas que nos ocurren, el principio es recuperar el decoro, la honradez y, vaya, el orden.
El gran deterioro en todo el mundo ha venido de la mano de las ultraderechas y los nacionalismos. El extremismo violento y xenófobo contamina el discurso.
Los autoritarismos ya no se encierran: ahora se muestran orgullosos y enfatizan su proselitismo digital, Trump entre ellos como gran amplificador. Pero no solo las derechas contribuyen al espíritu reaccionario. En América Latina, los supuestos progresismos han deteriorado el ambiente cívico con clientelismo y fracturas sociales en la última década. En México, Nicaragua, El Salvador, Argentina, Ecuador o Venezuela se presentaron como salvadores del pueblo y alumbraron proyectos desquiciantes y económicamente desastrosos para toda la sociedad cuando no experiencias autoritarias con vocación de perpetuidad.
Todo mundo parece estar en una guerra santa por alguna verdad que no es sino una impostación prejuiciosa. Hemos perdido capacidad para el debate y nos subimos velozmente a la descalificación como método y a la construcción de veredas.
En ese ambiente álgido y tribalizado sucederán los debates y la elección entre Trump y Biden.
Es un aire contaminado, ominoso, irrespirable. Un virus que no mata por los pulmones sino que empobrece la vida pública. Hay señales inequívocas: la militarización creciente para resolver disputas sociales, como cuando Trump envió a la Guardia Nacional a Wisconsin para “aplacar” las protestas sociales por la injusticia racial; la competencia por ver quién es menos corrupto, como parece hacer el gobierno de Andrés Manuel López Obrador en México con su lucha contra la corrupción, persiguiendo el pasado pero no el presente; el abrazo al posibilismo extremo, como en Argentina, donde el ministro de Desarrollo Social celebra el crecimiento del trabajo precario; la tentación de la solución fácil del autoritarismo, como hace Jair Bolsonaro al reivindicar el pasado dictatorial supuestamente eficiente del Brasil. Una crispación civil creciente, que va desde el norte del continente, dividido entre demócratas y republicanos, al sur, aterrizando en la grieta argentina.
Tan pobres vamos que nos quedamos con los mínimos.
El suicidio nunca es global, claro. Hay salidas, y si no existieran debiéramos buscarlas. La gestión de Barack Obama en Estados Unidos fue un buen intento, fallido en ocasiones, titubeante en otras, pero guiado por principios de apertura y voluntad de conversación.
El mundo extrañará el sosiego racionalista de la canciller de Alemania, Angela Merkel, para navegar una Europa y una globalización endurecidas. Costa Rica, aun en momentos aciagos, sigue siendo la mejor referencia democrática de América Latina. En algún momento deberemos discutir nuevamente grandes ideas, aunque sean incómodas.
Y es lo que tendrían que hacer Biden y Trump cuando debatan en las próximas semanas.
Vienen tiempos aciagos. En la elección entre Trump y Biden se exhibe la democracia empobrecida que vivimos. Lo peor contra lo que hay, justo cuando se juegan en simultáneo el futuro de Estados Unidos y alguna esperanza para el mundo. Pequeña, un poco miserable. Una miguita. Lo que nos queda.