La permanente presencia del término narcotráfico en la vida cotidiana, en los medios de comunicación, en los agentes del Estado y demás, tiende a circunscribir la cuestión del consumo de cocaína al ámbito de la crónica de policía, y a veces a un mero asunto de orden público; cosa que contribuye a ignorar el aspecto fundamental del problema: los intereses que conectan las geografías de la producción, la circulación y el consumo. Y por supuesto, el lavado del dinero que mueve el negocio.
Vimos en la entrada anterior la manera en que un hecho político como el golpe de Estado de Pinochet en Chile, se convirtió en factor determinante para que el negocio de la cocaína se catapultase hacia el norte del subcontinente americano, concretamente a Colombia.
Los “negociantes de riesgo” colombianos —especialmente antioqueños como Pablo Escobar— empiezan a viajar al sur, a Bolivia, en donde asumen el papel que hasta el golpe de Pinochet jugaban los chilenos. Allí entran en contacto con Roberto Suárez, el poderoso rey de la cocaína que en 1980 fue capaz de aupar al gobierno a un dictador, Luis García Meza.
Escobar y los demás miembros del Cartel de Medellín se proveen de la materia prima que les proporciona Roberto Suárez, establecen en Colombia laboratorios para refinar la pasta base del alcaloide, y terminan superando al maestro en habilidad y en recursos.
Capítulo aparte merece el vuelco que en el cultivo de hoja de coca en Colombia supone la actividad que de ahí en adelante desarrollaron los carteles; llega al país no solo el know how, llegan semillas, conocimiento de la “planta sagrada” y manejo empresarial del cultivo de coca.
Entre tanto, a los norteamericanos que creyeron ver en el golpe de Pinochet, entre otros beneficios, la interrupción del flujo de cocaína que desde Chile llegaba por el Pacífico a California, vieron cómo el problema se había magnificado. Ahora la droga manaba abundante por la costa este ante la evolución del mercado.
Desde comienzos del siglo XX hasta la década de los 70, la mafia italoamericana se había dedicado preferentemente al juego legal y al clandestino, al control de los sindicatos de transporte, a la usura y a la protección pagada, a la prostitución, las inversiones inmobiliarias y el manejo de clubes nocturnos. Algunos jefes, sin embargo, se oponían al tráfico de estupefacientes.
Tal fue el caso de Joe Bonnano en quien, por cierto, se inspiró Mario Puzo para escribir El Padrino (aunque en la versión cinematográfica Marlon Brando imitó a la perfección a otro capo, Carlo Gambino). Bonnano que manejó con mano de hierro Cosa Nostra desde finales de los años 40 hasta promediar la década de los años 60, se retiró cuando otras familias llegaron a disputarle las calles y murió a los 97 años de muerte natural en 2002, en Arizona.
El gran vuelco en el negocio ocurre en la década de los 70. Los jefes de recambio de la mafia, tras lograr un relativo armisticio entre las familias, decidieron involucrarse en el tráfico a gran escala de cocaína y heroína, cuyo consumo masivo se expandía como la espuma desde California hacia todos los confines de Norteamérica. La cifra de adictos a las drogas, que en Estados Unidos en 1948 eran 47.000, en 1972 había aumentado a 300.000.
Fue un punto de inflexión de Cosa Nostra. Con capos y consejeros jóvenes, que convencen a sus mayores de ingresar a los negocios emergentes y penetrar con más decisión en los círculos de poder político, en pocos años consiguen establecer rutas que actúan como un gran puente triangular entre los proveedores de droga, particularmente de México y Colombia, y los lazos familiares en Italia, de donde traían la heroína de Oriente y a donde llevaban cocaína para distribuir en Europa.
La figura clave para que los colombianos ingresaran a las “grandes ligas” del mercado norteamericano de la cocaína fue Carlos Lehder, un colombiano políglota, buen conocedor del nicho de consumidores allí, que puso fin al tráfico artesanal y rudimentario con el que el Cartel de Medellín hizo sus primeros envíos de alcaloide. Desde una isla en Bahamas, a las puertas de Estados Unidos, Lehder hizo llover cocaína sobre un mar de consumidores ávidos de droga.