El Ejército de Liberación Nacional (ELN) no es una guerrilla común. A diferencia de las FARC, que firmaron un acuerdo de paz y se convirtieron en un actor político con problemas internos, el ELN ha perfeccionado la guerra de desgaste, convirtiéndose en un problema estructural para el Estado colombiano. No solo ha sobrevivido a las ofensivas militares y las negociaciones fallidas, sino que, en muchas zonas del país, ha logrado imponerse como un poder paralelo que regula la economía, impone normas y desafía al gobierno con una inteligencia estratégica superior. ¿Por qué le sigue ganando al Estado colombiano?
El ELN entiende el conflicto no como una anomalía a resolver, sino como un modelo sostenible. Mientras que el Estado busca "pacificar" las regiones, el ELN administra la guerra como una fuente de recursos y control social. Su estructura federada le permite operar de manera descentralizada, evitando la vulnerabilidad de un mando único. En el Catatumbo, Arauca y Chocó, la guerrilla no solo controla la economía de la coca, sino que regula el comercio, impone "tributos" a los habitantes y define quién puede entrar y salir de su territorio.
A diferencia de las FARC, que con el tiempo se centraron en el narcotráfico, el ELN diversificó sus fuentes de financiamiento. El secuestro, la extorsión, el contrabando de gasolina desde Venezuela y la explotación ilegal de recursos naturales se han convertido en pilares de su economía de guerra. En zonas como el Chocó y el Bajo Cauca, su control sobre la minería ilegal le genera ingresos multimillonarios sin necesidad de depender exclusivamente de la coca. El Estado, por su parte, sigue con una visión militarista del problema, sin abordar las condiciones económicas que permiten la expansión del grupo. Mientras el ELN ofrezca seguridad a los cultivadores de coca y a los comerciantes informales en la frontera, su presencia será vista por la población como una alternativa real al abandono estatal.
El ELN ha convertido la frontera colombo-venezolana en su principal ventaja estratégica. Mientras las FARC dependían de la selva y de estructuras centralizadas, el ELN ha hecho de la movilidad su arma más poderosa. Su relación con sectores del gobierno venezolano le permite moverse con relativa libertad, resguardando a sus comandantes y asegurando corredores de abastecimiento.
El gobierno colombiano tiene enormes limitaciones para combatirlo en este espacio. No puede cruzar la frontera y sus operativos militares se ven reducidos a persecuciones fragmentadas en el lado colombiano. El ELN, en cambio, se desliza entre ambos países, atacando cuando conviene y retrocediendo cuando el riesgo es alto. Esta capacidad de operar entre dos Estados le da una ventaja que ni las FARC ni otros grupos armados han tenido.
El ELN no solo opera como un ejército irregular, sino como una autoridad paralela en muchas regiones. Su capacidad de imponer "normas de convivencia" en territorios bajo su control refuerza su legitimidad local. En el Catatumbo, los campesinos saben que el ELN es quien resuelve disputas, regula los precios de la coca y mantiene un orden que el Estado no garantiza.
Este control social es crucial. El ELN no solo impone su dominio con las armas, sino con una combinación de disciplina interna y gestión del territorio. En las zonas donde opera, decide qué actividades económicas son permitidas, regula el comportamiento social y castiga a quienes considera traidores. Su sistema de "justicia" es rápido y letal, lo que genera un nivel de disciplina que el sistema judicial colombiano no puede replicar.
El Estado sigue insistiendo en estrategias de seguridad basadas en operativos militares sin continuidad. Se despliega la fuerza pública en momentos de crisis, pero luego se repliega, dejando el territorio nuevamente en manos del ELN. Esto refuerza la percepción de que la guerrilla es la autoridad permanente, mientras el Estado es solo un actor temporal.
A diferencia de las FARC, el ELN nunca ha mostrado interés real en un proceso de paz que lo lleve a la desmovilización total. Su modelo de organización descentralizada hace que cada frente tenga autonomía para decidir si acata o no los acuerdos. Esto ha convertido los diálogos en un juego interminable donde el gobierno colombiano busca pactar con una dirigencia que no tiene control total sobre sus tropas.
Mientras el gobierno se sienta a negociar, el ELN sigue expandiendo su control territorial. Las treguas son utilizadas como una oportunidad para reorganizarse, ganar tiempo y consolidar su dominio. La paz para ellos no es el fin del conflicto, sino una herramienta más en su estrategia.
El gobierno enfrenta un dilema complejo. Apostar exclusivamente por una salida militar ha demostrado ser insuficiente. Por otro lado, negociar con un grupo que no tiene un mando unificado y que se beneficia del conflicto también es un camino incierto.
El verdadero reto no es solo derrotar militarmente al ELN, sino desmantelar las condiciones que le permiten existir. Mientras en el Catatumbo, Arauca y Chocó la economía ilícita sea la única opción viable para miles de personas, la insurgencia seguirá teniendo terreno fértil para operar. Sin una política integral que ataque tanto la raíz económica como la ventaja estratégica de la frontera, el ELN seguirá ganándole al Estado colombiano.
Esta no es una guerra convencional, sino un pulso de largo plazo donde la paciencia, la movilidad y el control social han hecho del ELN una de las insurgencias más resistentes de América Latina. Mientras el Estado siga aplicando las mismas estrategias fallidas, el ELN seguirá siendo el gran ganador del conflicto.