La violencia que ha marcado la historia de Colombia durante más de medio siglo sigue haciendo estragos en la vida de millones de personas, y entre las víctimas más vulnerables se encuentran nuestros niños y adolescentes. A pesar de los avances en los procesos de paz y la reconstrucción del tejido social, el reclutamiento forzado de menores por parte de grupos armados ilegales continúa siendo una realidad alarmante en nuestro país.
Según los últimos informes de la Defensoría del Pueblo y el ICBF, en 2024 se registraron 463 casos de reclutamiento de niñas, niños y adolescentes, lo que refleja un aumento significativo con respecto a los 184 casos reportados en 2023. En estas estadísticas no solo se revelan los números, sino también la tragedia detrás de cada historia: menores de edad, la mayoría de ellos provenientes de comunidades indígenas y afrocolombianas, que son arrancados de sus hogares, de sus sueños, y obligados a participar en un conflicto que no eligieron. Esto no es un problema del pasado, es un drama presente que exige nuestra atención urgente y acción decidida.
Asimismo, según la información compartida por la JEP, un total de 10,065 menores han sido reconocidos como víctimas en el caso de reclutamiento forzado de menores en Colombia. De estas víctimas, un 54% fueron reclutadas por grupos armados, mientras que el resto son familiares de los niños y niñas que fueron directamente involucrados.
El promedio de edad de los menores reclutados es de tan solo 14 años, una edad en la que deberían estar soñando con su futuro y construyendo sus vidas, no siendo utilizados como instrumentos de guerra. Esta situación refleja la incapacidad del Estado para prevenir y erradicar esta práctica sistemática de los grupos armados ilegales, y evidencia un problema estructural mucho más profundo: la falta de acceso a oportunidades de educación, el abandono estatal en territorios rurales y la pobreza extrema que empuja a muchos menores a ser vulnerables al reclutamiento.
El reclutamiento de menores no es solo un crimen, es una violación flagrante de los derechos humanos. En Colombia, es un crimen de guerra, como lo ha afirmado la Corte Penal Internacional. Sin embargo, la respuesta institucional sigue siendo insuficiente. A pesar de la existencia de políticas públicas y leyes orientadas a proteger a los menores, la implementación de estas ha sido débil y, en muchos casos, marcada por la corrupción que ha desviado recursos destinados a la atención de víctimas y prevención. Las cifras del ICBF y la Defensoría del Pueblo son alarmantes, pero también reflejan una realidad mucho más compleja que no se puede resolver solo con recursos: se trata de una cuestión de voluntad política y de la capacidad del Estado para llegar a los territorios más afectados por la violencia.
En tal sentido la pobreza, las necesidades básicas insatisfechas y la violencia en el hogar son factores que empujan a los niños y niñas a caer en las redes de los grupos armados ilegales. En muchos casos, las familias no tienen más opción que entregar a sus hijos e hijas a las fuerzas armadas ilegales por temor a represalias o por la desesperación de ver a sus hijos atrapados en un ciclo de violencia y sin futuro.
Las comunidades más afectadas por este fenómeno son, lamentablemente, las más vulnerables: las poblaciones indígenas y afrocolombianas. Según los últimos reportes, el 51% de los casos de reclutamiento involucran a menores de pueblos indígenas, lo que subraya una doble vulnerabilidad: la de pertenecer a una etnia históricamente marginada y la de vivir en territorios abandonados por el Estado.
El impacto de este fenómeno no solo se mide en términos de víctimas directas, sino también en las consecuencias sociales y psicológicas que deja en los menores reclutados. Muchos de estos niños y adolescentes, después de ser rescatados, sufren de graves problemas de salud mental, derivados de los abusos, las violencias sexuales y el estrés postraumático vivido durante su tiempo en los grupos armados.
La ministra de Justicia, Ángela María Buitrago, ha señalado que la situación en el Chocó es crítica, con registros de suicidios entre menores que prefieren morir antes que ser reclutados. Este es un reflejo desgarrador del daño irreparable que causa la guerra en las mentes jóvenes, y la falta de un sistema de salud mental adecuado para atender a estas víctimas. No solo se trata de rescatar a los menores, sino de ofrecerles una rehabilitación integral que incluya atención psicológica y emocional.
La crisis del reclutamiento de menores no puede ser vista como un problema aislado del conflicto armado en Colombia. A pesar de los esfuerzos por alcanzar una paz total, los avances en la negociación con grupos armados ilegales como el ELN y las disidencias de las FARC han sido limitados. El gobierno actual, que ha promovido la llamada “paz total”, ha fracasado en desmantelar redes criminales y en lograr acuerdos sólidos que frenen la violencia en los territorios más afectados. En lugar de concretar las negociaciones, el Estado ha sido incapaz de garantizar la seguridad en estos lugares, dejando a la población civil, y particularmente a los niños, expuesta a la violencia de grupos armados que siguen reclutando menores para perpetuar sus objetivos.
La situación de los menores reclutados es una muestra clara de las fallas en la implementación de la política pública y la incapacidad de las autoridades para frenar este crimen. Aunque la JEP ha imputado a varios exjefes de las FARC por este crimen de guerra, el reclutamiento sigue ocurriendo.
Las cifras de la Defensoría del Pueblo de 2024, que reportan 463 casos de reclutamiento, muestran que el fenómeno está lejos de ser erradicado, lo que cuestiona la efectividad de las medidas implementadas hasta ahora. Es evidente que el reclutamiento de menores debe ser una prioridad en la agenda del Estado, no solo como un crimen individual, sino como un acto de violencia estructural que requiere respuestas integrales y multidimensionales.
Uno de los aspectos más inquietantes de esta situación es que muchos de los reclutamientos ocurren en territorios que deberían ser prioridad para el Estado, pero que han sido abandonados por años. El Catatumbo, el Cauca, el Chocó, Nariño, y los territorios del Pacífico nariñense han sido zonas históricamente marginadas y vulnerables a los conflictos armados. La falta de presencia del Estado en estos lugares ha dejado un vacío que ha sido aprovechado por los grupos armados ilegales. Si bien la Fuerza Pública ha hecho esfuerzos por rescatar a menores reclutados, como lo indican los 105 menores rescatados en 2025, la respuesta sigue siendo insuficiente frente a la magnitud del problema.
Es urgente que Colombia tome medidas más contundentes para erradicar el reclutamiento de menores, no solo a través de leyes, sino con una política de prevención integral que abarque desde la educación hasta el fortalecimiento de las comunidades vulnerables. El gobierno debe garantizar que el sistema educativo sea una opción real y accesible para todos los niños y niñas, especialmente en las zonas más afectadas por el conflicto. Además, es crucial fortalecer la protección de los derechos humanos en estos territorios y mejorar la capacidad del Estado para ofrecer oportunidades de vida digna, evitando que los menores se vean obligados a elegir entre unirse a un grupo armado o vivir en la pobreza extrema.
El reclutamiento de menores es un crimen que debe cesar inmediatamente. Es un tema que no solo debería ser una prioridad para el gobierno, sino para toda la sociedad. Los niños no son soldados, son víctimas. Son el futuro de Colombia, y si no actuamos con urgencia, no solo continuaremos fallando en nuestra obligación de protegerlos, sino que también perderemos una generación entera que merece vivir en paz, sin ser arrastrada por la guerra