El otro día, entrevistaron en una emisora de radio colombiana al abogado español Baltasar Garzón y lo presentaron como el “honorable juez”. Se trata de alguien que fue magistrado en su país, pero a quien el Tribunal Supremo destituyó e inhabilitó once años por prevaricador. Eso es lo que decidieron por unanimidad los siete integrantes de ese alto tribunal. Tal condena supuso la pérdida definitiva de su condición de juez, aunque en Colombia insistan en llamarlo así; y ahora, además, “honorable juez”. Conociendo como conozco a los españoles, creo que hasta al propio Garzón le causa rubor ese tratamiento.
La cosa es muy colombiana. Como ya el trato de doctor anda muy devaluado y cualquier limpiabotas lo llama a uno así, pues si es famoso llamémoslo honorable. Yo no sé a ustedes, pero a mí estas cosas me producen vergüenza ajena. Como decían las señoras en Medellín hace años: “me pongo arrozudo”.
Siempre he pensado que si hubiera tenido mando en plaza, como dicen los militares, en una emisora colombiana, habría abolido el tratamiento doctoral; y habría indicado a mis colegas de la redacción de la manera más comedida, que a la gente hay que llamarla señor o señora, don o doña. De la manera más comedida sí, pero también más enérgica. Con multas para los infractores y suspensión temporal de empleo y sueldo para los reincidentes.
No solo eso. El tratamiento de señor unido al nombre acarrearía un castigo menor, pero igualmente de carácter pecuniario. Por ejemplo: jamás llamar a alguien “señor Gustavo”; lo correcto en mi particular libro de estilo sería: “don Gustavo” o si prefieren, “señor Petro”. ¿Queda claro? Una violación a esta norma no le permitiría a quien la quebrantase, además, acercarse a la maquina de café durante una semana.
Todos los doctores que han llegado a ese rango en la radio colombiana con carácter de institución nacional, como el doctor Casas, el doctor Peláez, el doctor Vélez y otros doctores que hay por ahí en varias emisoras, lamentándolo mucho tendrían que buscar acomodo en otra parte, no en la emisora bajo mi dirección.
El trato de presidente quedaría reservado únicamente para inquilino del Palacio de Nariño, no importando si el jefe del ejecutivo ejerce el cargo desde su finca en cuerpo ajeno. Presidente será solo el que haya resultado elegido por voto popular para ese puesto, y que lo ostente en ese momento. ¿Imaginan ustedes lo elegante que sería empezar una entrevista en la radio colombiana, saludando: “Buenos días, don Álvaro”?
Y ya puestos a arreglar las cosas de nuestra radio, daría un cursillo acelerado de redacción, prohibiendo el hipérbaton; y explicando que la manera más sencilla de hacer llegar un mensaje, es poniendo las frases según el orden riguroso de la sintaxis castellana. En lugar, por ejemplo, de redactar “muerto resultó un niño”, como se acostumbra aquí a diario, sería: “un niño resultó muerto”. Multa también para esta infracción.
Quedan por ahí otras fruslerías por el estilo, pero como el objetivo de esta columna es la manera de dirigirse al abogado Garzón, yo, en lugar de dedicarme a un trato tan untuoso como el de esta semana, aprovecharía para preguntarle al “honorable juez” si no cree que el asesoramiento que hizo a la Fiscalía colombiana en tiempos de Eduardo Montealegre, previo pago por contrato a dedo de 290.000 euros, no fue una platica muy perdida. La cosa fue dizque para alimentar la Unidad de Análisis y Contexto para juzgar criminales en el marco de un proceso de paz. Con un poco de tiempo le encargan un estudio sobre el sexo de los ángeles.
Y ya puestos en plan más serio, aprovecharía para preguntarle si cree que la recomendación hecha a la delegación de las Farc que viajó a Madrid en tiempos de las conversaciones del Caguán, contribuyó a la convivencia entre los colombianos o supuso más dolor y sufrimiento del que ya pasaba este país.
Su consejo, según un testigo presencial de aquella reunión encabezada por Raúl Reyes, y que me dijo en función del cargo de corresponsal que ejercía entonces, fue que exigieran status de beligerancia. Aún está vivo y podría confirmarlo, si quisiera, Joaquín Gómez. Sería interesante un estudio de lo que hizo las Farc de ahí en adelante para conseguir un status que nadie le reconoció.
Así que cuando hablen con Garzón en la radio, con llamarlo don Baltazar basta y sobra. A pesar de su veintena de doctorados honoris causa, no tiene para ejercer la profesión estrictamente más que el título de abogado, el mismo pergamino de un tinterillo bogotano que obtuvo el cartón con clases nocturnas en una universidad de garaje. Solo que sus honorarios resultan muy superiores.