No se elimina la violencia del futbol cerrando las tribunas, “castigando el cemento”, con impunidad para quienes la propician.
Ni los atracos bloqueando las calles, la infidelidad vendiendo la cama o las borracheras de los futbolistas cancelando sus contratos.
No es con decisiones menores, debilidad en las leyes, tolerancia extrema o mirando con indiferencia a otras partes, por parte de un gobierno paquidérmico y una dirigencia indiferente e insensible.
El futbol se dinamita desde su interior con una muerte lenta.
A los episodios recientes, se suma el desgarrador, con imágenes impactantes, registrado en Medellín en el duelo Nacional- Junior. Con lamentos y escándalos amarillistas que agudizan el problema y no acercan soluciones.
Del futbol y sus dirigentes poco hay para contrarrestarlas. Empeñados en consolidar su poder, los directivos pasan sin percatarse de la seriedad de los problemas, con ceguera inaudita.
Son ellos parte del problema.
Como lo son los mandatarios, los políticos con sus leyes endebles, su inercia frente a la inequidad social, sin proveer de oportunidades a los jóvenes que, en medio de creciente drogadicción, destapan sus alcantarillas.
También los árbitros, con sus acomodadas decisiones. La corrupción impune. Las apuestas, los tribunales con sus sanciones en contra vía de los reglamentos, los técnicos tensando el ambiente y los jugadores en plan de guerra y no de juego.
Y los perifoneadores con sus vocablos incendiarios, con un puñal en la lengua en sus arengas apasionados con la camiseta puesta.
Y los revendedores escondiendo boletas, con precios exorbitantes.
El duelo entre los desadaptados y el futbol lo pierde este último por goleada.
La mejor manera de neutralizarlos es con severidad en las sanciones, con leyes y normas firmes que produzcan escarmiento. No es con paños de agua tibia.
O el futbol domina a la violencia o la violencia acaba con el futbol.