Todo el fin de semana me costó recuperarme del agotamiento del viaje a Marruecos y lo hice acompañado del libro de André Aciman “Harvard Square” que mi hija me había prestado hace unos meses comenzándolo a leer sin pasar de las primeras páginas. Al retomarlo, a mi regreso a casa, encontré curiosas coincidencias como la de que él protagonista, Kalash, es un bereber de los que pude conocer y hasta cantar y bailar con ellos en el Sahara, y el narrador es un judío egipcio. La trama ocurre en Cambridge en 1977, año en el que se vislumbró una posible paz duradera en Oriente Medio. Los encuentros y desencuentros de los dos amigos sirven al autor para plantear problemas del momento de la trama que en lugar de resolverse se han ido e empeorando con los años, cómo lo vemos en la guerra de Israel con sus vecinos árabes. En la novela, el joven y timorato judío de Alejandría se confronta con una personalidad fuerte de un árabe nacido en un bello pueblo costero de Túnez. Ambos personajes tratan de encontrar un lugar en un país que los puede acoger o rechazar. Desde la mirada de un estudiante de Harvard a su amigo bereber, podemos comenzar a entender toda una cultura que es desconocida para nosotros y a la que tuve la oportunidad de acercarme.
Por otro lado, he aprovechado también estos días de reposo para actualizarme en las noticias del mundo y de Colombia retomando los programas que acostumbraba ver a diario. Cuando pintaba en Casablanca la mayoría del tiempo lo hacia con música de fondo y eran pocos los momentos que dedicaba a escuchar acerca de la actualidad política. Me pregunto si en ese mes las cosas cambiaron de manera notoria. La respuesta es que sí y que, para lo mejor o lo peor, podrían haberse dado cambios fundamentales cuando los que tienen el poder político y económico están jugando con fuego atendiendo sus ambiciones personales desde una óptica en la que la vida de millones de seres humanos vale poco o nada.
En este retomar lo que había dejado pendiente tiene especial importancia lo que ha ocurrido en Venezuela y Colombia. Mi primera impresión es que en muy poco ha cambiado la triste situación de los dos países. Pero, escarbando un poco, noto unas especiales diferencias, aunque, por mi parte, quisiera que las cosas se resolvieran más rápidamente. En el caso venezolano es un anhelo que viene desde hace veintidós años y en el de Colombia desde hace dos años y dos meses. Por suerte, para los colombianos, el padecimiento va a ser más corto porque no tardarán en caer la dictadura de Maduro y la de facto de Petro. Mi percepción de lo que ha venido ocurriendo con ese par de granujas es que cada día se van mostrando en su mísera condición. Dos verdaderos mamarrachos son estos inflados como sapos que se empeñan en destruir a sus países y en causar dolor a sus pueblos.
Además, hay algo que ocupa la atención de los medios y las redes, las elecciones en Estados Unidos. Y no es para menos porque lo que está en juego ahí es el futuro del mundo. Nunca se había puesto en evidencia como ahora la gran diferencia entre uno y otro candidato. Parecería frívolo calificar estás elecciones de emocionantes, pero lo son en todo sentido. Recordar que uno de los candidatos, que ya fue presidente, ha sufrido tres intentos de asesinato es cosa de película. Si no fuera por la gravedad del asunto y lo que está detrás de esos hechos podríamos acomodarnos en nuestras sillas y cómodamente presenciar el thriller.
No solo las cosas cambiaron en ese mes sino también mi manera de enfocarlas. Desde este nuevo enfoque la situación la veo con mayor nitidez y dar mis opiniones no me parece relevante, aunque no me abstengo de decir que en mi percepción la imagen del mamarracho que usurpa el poder se va achicando cada vez más y que comienzo a ver con tranquilidad que la cuenta regresiva va mostrándonos que su tiempo se agota irremediablemente. Grano a grano de la arena que cae va mermando los días de un gobierno que no debió de darse y que lamentaremos por siempre.