José Gregorio no sabía que hacía tan solo 15 días le había alquilado una habitación a quien se convertiría en el asesino de su hermano. El cuello fue el lugar que el desconocido inquilino eligió para descargar su intolerancia, empuñada en un cuchillo, contra el joven Jorge Luis. Todo sucedió en segundos y por cuenta de un reclamo que la víctima le hizo a su verdugo por haber cerrado una puerta con fuerza. De inmediato, su hermano corrió a llevarlo a un hospital, pero ya era tarde. Una puerta, un ruido y un ser consumido en la intolerancia le costaron la vida a este joven de 25 años.
Este no es un caso aislado. Recientemente hemos visto noticias de criminales que le quitan la vida a una persona por hechos tan nimios como pedir que bajen el volumen, por deber 1.000 pesos o por considerar que un televisor no quedó bien reparado. Pareciera como si en Colombia, particularmente en Antioquia (los casos que describo sucedieron en el departamento), el valor de la vida de una persona se acercara cada vez más a cero. En lo corrido del año, 58 personas han sido asesinadas por cuenta de la intolerancia.
Ahora bien, si uno ampliara el espectro más allá de los homicidios, lo que encuentra es que vivimos una crisis de tolerancia. La velocidad y el “individualismo análogo” (porque en digital nos mostramos más comunitarios) nos ha llevado a menospreciar la voz de la diferencia, a maltratar la posibilidad de lo diverso y a ahogar la idea de entendimiento. La tensión está presente en el amanecer de más hogares y se junta casi que al instante con el afán con el que nos movemos a diario. Si a eso le sumamos la toxicidad presente en las redes sociales, el panorama puede ponerse más lúgubre.
Una sociedad no puede normalizar que acciones como estas ocurran. De nada le sirve a una ciudad o a un país, que sus niños aprendan biología o matemáticas, sino saben cómo convivir en comunidad. No hay reforma que salve a un país que no se aguanta a sí mismo y que su respuesta a las situaciones esté dada por distintos grados de violencia. Creo que este es un buen momento para que en los colegios del departamento y del país se vuelva a enseñar civismo. Tenemos que aprender y reaprender a vivir en conjunto, a abrazar las normas, a fomentar el respeto y a relacionarnos desde el entendimiento por las diferencias.
Quisiera entender qué pasó por la cabeza del asesino de Jorge Luis antes de hendir un cuchillo en el cuello de una persona a quien a duras penas conocía y, sobretodo, después de verlo en el suelo, indefenso, intentando aferrarse a una vida que se le escapaba por una herida que tenía su nombre grabado. Es un hecho que merece toda la condena, y espero que así sea. Este hombre vil merece una condena que lo lleve a entender la gravedad de su accionar, pero, además, que le permita comprender el alto costo que tiene la intolerancia.
La tolerancia tiene que volver a cada uno de nosotros, a nuestros hogares, carreteras, empresas, aulas, instituciones. Isaac Asimov, el maestro de la ciencia ficción, escribió alguna vez que “la violencia es el último recurso del incompetente”. En un país con tantos retos por delante, donde hay tantas cosas por hacer y tantos temas en los que debemos enfocarnos, no podemos darnos el lujo de llenarnos de incompetentes. Construyamos una sociedad que promueva la tolerancia, donde una opinión equivocada pueda ser tolerada por cuenta de una razón que es libre para combatirla, como diría Jefferson.
