Amo los juegos olímpicos. Son un espectáculo alucinante, como ejemplo de disciplina, resiliencia y perseverancia.
Sometidos a intensos escrutinios, para preservar el juego limpio en las competencias, con deportistas que trabajan años para pelear por un segundo.
Atletas, héroes de ayer, hoy y siempre, en la memoria, por sus hazañas, en las que tan importantes son un equitador, un gimnasta, un ciclista de ruta, pista y campo; un boxeador, un basquetbolista, un atleta o un nadador.Todos por sus países.
El fútbol siempre en segundo plano, sin los mejores exponentes, porque la FIFA, en ellos, no gobierna.
Con las historias que subyacen, como el valor de la gimnasta Simone Biles, al negarse a competir porque mentalmente no se encuentra en estado puro.
Y los deportistas con diversas tendencias sexuales, que se imponen día a día, sin importarles el escarnio público. Algo tan injusto.
Todos valientes.
Juegos atípicos, postergados y siempre en peligro, con exigencias extremas para desafiar la pandemia.
Placenteras amanecidas, tomando café, frente al televisor, observando las faenas triunfales de los deportistas, especialmente los colombianos, a quienes valoro por igual.
Los juegos olímpicos, la máxima cita del deporte, que, en mis preferencias, nunca serán relevados por un mundial de futbol.
Respecto al fútbol colombiano, las horas previas al regreso a las tribunas, las viví como en la antesala de una cita a ciegas: en extremo nervioso, adaptado a las nuevas estrategias logísticas de la Dimayor y los clubes.
Todas las comprendo, para evitar contagios.
El calor emocional, el impacto colectivo y el privilegio de ver el futbol en las gradas, es incomparable.