El progreso y el desarrollo del país se pueden medir con decenas de indicadores, por ejemplo, con el nivel educativo de sus habitantes, los resultados del crecimiento económico, la infraestructura disponible, la equidad social y el acceso a servicios, entre tantos otros factores, cuya escogencia dependerá de la perspectiva del observador; sin embargo, en mi opinión, el más importante es aquel que mide la calidad de vida del colombiano de a pie y sus posibilidades reales de acceso a empleo, salud, educación, vivienda digna y demás aspectos, que son precisamente donde tenemos dificultades.
En este sentido, el progreso de nuestra sociedad debe evaluarse primordialmente por las victorias y avances alcanzados año tras año en la lucha contra la pobreza, por las verdaderas oportunidades que se ponen a disposición del más humilde de sus miembros y por el trato que se les da a los vulnerables o a quienes no pueden valerse por sí mismos.
Pero esta meta común, este ideal colectivo de nación, solo es posible en un Estado que promueva la industria, el empleo y la productividad, que sea un aliado del sector privado y que siendo consciente del mundo globalizado en el que coexiste con cientos de otras naciones, busque hacerse competitivo y atractivo para los capitales y la inversión extranjera, de otra forma, no estará en la capacidad de ofrecerle oportunidades a sus habitantes.
Infortunadamente, esto último, es lo que puede estar ocurriendo. A pesar de los discursos y de las buenas intenciones, incluido el afamado anuncio del Sistema Nacional de Competitividad e Innovación (SNCI), cada vez estamos más lejos de ser competitivos a nivel internacional, en desmedro del desarrollo interno. Tan así que, por tercer año consecutivo, Colombia ocupó el último lugar en competitividad fiscal de los 38 países que conforman la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE).
Pero, ¿qué evalúa este estudio de competitividad fiscal? En breves términos, lo que mide este índice internacional son los resultados obtenidos en la eficiencia del sistema jurídico tributario, las tarifas generales de impuestos a las empresas y a las personas naturales, la simplicidad o complejidad de los trámites administrativos para cumplir las obligaciones tributarias, la eficiencia en el recaudo fiscal, entre otros temas que hacen que un país sea eficiente y atractivo para la inversión.
Según la OCDE, Colombia se raja en los altos impuestos a las empresas que están muy por encima del promedio e incluso sobre pares de la región latinoamericana, alejando la inversión, lo que se suma a la carga impositiva derivada de factores salariales y prestacionales que afecta especialmente la generación de empleo. De aprobarse la reforma laboral que cursa actualmente en el Congreso de la República, tal como lo advirtió el Banco de la República, podríamos estar destruyendo cerca de 454.000 empleos formales, principalmente por el aumento de dicha carga prestacional para las empresas, sin contar con los puestos de trabajo que dejarían de generarse.
Con respecto a las altas tasas tributarias para las empresas, vale recordar que el promedio de las naciones OCDE está en 23,9%, y Colombia tiene la tarifa más alta de todas las naciones analizadas con 35%. Por ello, desde el 2022, cuando tuvo lugar la primera reforma tributaria del gobierno Petro, he venido impulsando la adopción de una tarifa diferencial para las empresas en función de su tamaño, de tal manera que existan tarifas más bajas para las MiPymes, promoviendo su creación, formalización y supervivencia, además de reconocer su papel clave como fuente de empleo formal.
En su momento, recibimos positivamente el artículo de la ley de financiamiento para reducir la tarifa de renta corporativa a una escala entre 27% y 33%, lo que si bien aún es alto, termina siendo uno de los pocos aspectos positivos que trae dicha ley, tal como lo manifesté en una de mis recientes columnas de opinión: La nueva ley de endeudamiento mal llamada de “financiamiento”.
Como puede verse, la coyuntura política y el ambiente internacional claman acciones del Gobierno central y del Legislativo para crear un entorno fiscal confiable y estable. Lamentablemente, al efecto contrario nos conducen los resultados negativos del recaudo tributario, otro aspecto donde Colombia pierde con la mayoría de las naciones OCDE y que justificarían recientemente una nueva reducción del Presupuesto General de la Nación (PGN), que podría acumular una cifra de 33 billones de recorte para este año.
Por lo anterior, en la búsqueda de una mayor competitividad que resuelva gran parte de las adversidades que afrontamos, necesitamos hacer una apuesta para confiar en el sector privado que se refleje en el sistema tributario, no podemos quedarnos en discusiones dogmáticas y anacrónicas que reviven las antiguas rivalidades entre lo público y lo privado, y en descalificaciones sobre lo malo de uno u otro sector. Tampoco podemos reducir la aprobación de una reforma tributaria a las necesidades transitorias de gasto del gobierno de turno, por el contrario, esta debe obedecer a una planeación sistémica, que propenda por un equilibrio en los ingresos y una verdadera equidad tributaria que permita, paulatinamente, resolver uno de los mayores problemas del sistema, la informalidad, también causada por la falta de competitividad de nuestro sistema.