El primer debate por la presidencia de Estados Unidos dejó una estela de descalificaciones. Y arrojó una conclusión devastadora: la democracia está en riesgo.
Doloroso, indecente, degradante. Más de 200.000 personas han muerto por el coronavirus en Estados Unidos y millones están desempleadas durante una crisis brutal, pero Donald Trump, presidente en ejercicio, solo puede pensar en sí mismo. En el primer debate presidencial no vimos a un jefe de Estado: vimos a un peleador callejero incapaz de presentar mejores ideas que no sean arruinar a quien, como Joe Biden, se le oponga.
Siempre nos quedará la duda sobre qué eligen las sociedades cuando se sientan ante la democracia televisiva: ¿votamos propuestas o impresiones? ¿Puede la realidad alternativa de Trump trepanar cerebros hasta instalar la mentira de que sus gritos representan alguna verdad? ¿Funciona una estrategia de fabulación y chillidos para recuperar alrededor de 8 puntos de desventaja en las encuestas con pocos votantes indecisos?
Los debates presidenciales —como toda la discusión política que recreamos en medios, redes, cafés— son un atractivo coctel de morbo, curiosidad sincera y entretenimiento. Buscamos grandes declaraciones, tremendos tropiezos, pistas inescrutables que permitan entender cómo tal o cual dicho puede inclinar o no una elección. Pero es un teatro performático; rara vez hay sustancia.
Insistamos en el punto: ¿propuestas o impresiones? Es asunto importante cuando la ventaja de Biden (armado con programas) parece sólida pero el voto a los autócratas (que impresionan y no construyen) reconoce razones no siempre percibidas a simple vista.
En las últimas décadas, los candidatos del Partido Republicano han sido elegidos varias veces sin ganar el voto popular, valiéndose de una mezcla de bajo volumen de concurrentes a las urnas, leyes restrictivas para votar, un anacrónico Colegio Electoral, el “voto vergonzoso” y polémicas cuando no ilegales reestructuraciones de distritos electorales, entre otros factores. A pesar de las encuestas que dan a Biden ganador (el exvicepresidente mantiene una ventaja de 49 por ciento sobre el 41 por ciento de Trump), todo eso sigue allí hoy. Pero es aun más apremiante que en 2016.
Si esperamos dar con respuestas en un espectáculo de televisión, estamos acabados. Un debate ya no entrega una elección, como probó Hillary Clinton, quien ganó todos. Biden intentó repetidamente presentar propuestas para su futura presidencia mientras Trump demostró que no es otra cosa que Trump, un buen personaje de televisión, un presidente funesto y un ser humano amoral. Nada nuevo.
Pero puede que en este primer debate la competencia para arrojar las frases que mejor encajen en las planas de medios y en Twitter haya fijado los ejes políticos. Biden tuvo su momento: “Sigue ladrando, hombre” y “No puedes hablar con este payaso” son recursos pegadizos y vibrarán en las redes sociales, pero no son consignas movilizadoras.
Al acto más trascendente de la campaña hay que buscarlo en Trump, quien se robó la escena cuando le pidieron, en vano, que condenase a los supremacistas blancos de su base electoral. Su llamado al grupo de extrema derecha The Proud Boys, “retrocedan y estén listos” ( stand back and stand by ) es una declaración política: no cuestiona a las hordas radicales sino que las llama a reagruparse para la carga.
Esas cinco palabras plantean el problema central de esta elección, y es la estabilidad del sistema democrático.
Son un mensaje desde el futuro: Trump va por todo y, de ganar, no dejará a la democracia en pie.
Desde antes del debate, Trump fijó su plan electoral de máxima: si no tiene votos suficientes, denunciará un fraude y deberán forzarlo a entregar la presidencia. Insistió en la idea durante el primer debate; mantendrá ese norte en la campaña.
En el peor de los escenarios, inflamará las calles con sus seguidores —stand back and stand by— y luego intentará que, ante resultados cerrados, los jueces que nombró en la Corte Suprema de Justicia, decididamente inclinada hacia el conservadurismo, concedan la reelección que lo proteja del escarnio y la justicia, y favorezca las necesidades políticas del Partido Republicano.
No lo espero, pero mi mayor temor es que ese ataque frontal triunfe. Entonces habrá acabado esa apuesta democrática llamada Estados Unidos y el mundo ingresará sin atenuantes en una zona de oscuridad donde la expectativa de la aplicación justa de la ley dejará paso a tribunales que se arrodillan al deseo de los autócratas. Lo hemos visto en muchas partes, no es nuevo y es factible.
Difícil pensar en un fin de época más sombrío para doscientos años de dura escalada democrática. El Nobel de economía Paul Krugman agitó la misma duda: si Trump pierde, dijo, enfrenta la ruina personal. “Ni siquiera tendrá palabras insinceras a la idea de perder pacíficamente”, tuiteó. “A menos que Biden gane de manera aplastante, se cocina una crisis institucional por la combinación de la desesperación de Trump y el desprecio de su partido por la democracia”.
Ante el desastre presente, la sociedad democrática estadounidense —que excede a los partidos— debe aliarse. Biden acertó con la respuesta política cuando Trump intentó acusarlo de socialista y, luego, de estar en manos de la izquierda de Bernie Sanders y Alexandria Ocasio-Cortez: el Partido Demócrata soy yo, dijo. En instancias de polarización y fragmentación, se precisan liderazgos potentes capaces de mostrar un camino ancho, común para todos.
La complejidad de ese camino por supuesto excede a los debates restantes. Es imprescindible la vigilancia social, periodística e intelectual pero es todavía más importante un mayor activismo de base y el trabajo para garantizar que millones lleguen a las urnas, como cuando Barack Obama ganó sus dos elecciones.
La alternativa es desoladora. Trump, ese fabulador con demasiada suerte, puede arrastrar el zeitgeist global al autoritarismo descontrolado. No tiene nada, pero grita alto y, en ocasiones, el gritón gana la partida. Es un mentiroso con energía y enfrente tiene a un candidato serio, respetuoso y con propuestas pero de una voz rasposa y porte avejentado. Resulta incómodo ver a Biden necesitado de una energía que parece no estar ahí. Tiene planes para cada área y luce presidencial pero debe sonar como tal. Tiene que alzar la voz, metafórica y realmente.
En 2016 era una mujer preparada ante un payaso. Hoy es un hombre preparado contra un payaso ineficaz definitivamente peligroso. ¿La historia se repite como farsa o tragedia o hay lugar para alguna esperanza?