Jean de la Fontaine

Mié, 13/04/2011 - 00:00
Entre los muchos libros que escribió La Fontaine, casi todos siguiendo las exigencias de la alta literatura del período clásico francés, está un libro no demasiado grande llamado Las Fábulas
Entre los muchos libros que escribió La Fontaine, casi todos siguiendo las exigencias de la alta literatura del período clásico francés, está un libro no demasiado grande llamado Las Fábulas, una compilación de cuentos en verso llenos de animales que hablan y otras fantasías antropomorfas, siempre acompañados, al comienzo o al final, por una clara moraleja. Pero las fábulas escritas de esta forma no hacían en modo alguno parte de la alta literatura, ni de la baja, a decir verdad, relegadas más bien a ejercicios escolares de retórica o latín. Y sin embargo, nadie tiene idea, ni la tuvo en el siglo XVII, de qué más había escrito La Fontaine aparte de Las Fábulas, bajo cuya sombra no quedaron sólo los otros libros del autor, sino el autor mismo. Durante décadas las fábulas fueron re editadas, re impresas, re escritas y vueltas a contar cientos de veces, y como con los cuentos de Perrault o Andersen, la autoría fue lo primero que perdieron en el largo camino de su metamorfosis. Pero en el siglo XIX, el ilustrador Gustave Doré, que y había hecho varias ediciones de clásicos acompañados de sus impecables grabados, hizo una edición de Las Fábulas de La Fontaine, y no sería de extrañarse que haya sido en gran parte gracias a esta edición que aún recordemos al autor original de todos esos versos. En efecto, porque las generaciones inmediatamente posteriores a él tomaron las fábulas como parte de la cultura oral y popular de Francia y Europa, muy poco se sabe de las primeras décadas de la vida de La Fontaine. Y como suele suceder con los famosos ignotos, en lugar de datos reales hay un sinnúmero de mitos y leyendas. Según algunas de ellas, La Fontaine era un tipo amargado y grosero, que pasaba largas temporadas encerrado en su casa en soledad. Según otras era un conversador genial capaz de dejar en ridículo al más locuaz de sus interlocutores en las fiestas y reuniones sociales. Según otras más, salía a la calle con las medias al revés, y en una ocasión retó a un duelo con pistola a uno que le coqueteaba a su esposa, y después, los dos habiendo disparado como buenos intelectuales, es decir errando el tiro, lo invitó a pasar a su casa a tomar una copa de vino y una pizca de rapé. Las fábulas de La Fontaine están inspiradas en los cuentos de Boccaccio, las comedias de Machiavelli, las historias de Tito Livio, Ariosto y Horacio, y sobre todo en las fábulas de Esopo. La primera entrega de su libro, que se publicó 1668, dedicado al delfín Luis, hijo de Luis XIV, contenía ciento veinticuatro fábulas, bastante ceñidas al modelo de Esopo, en que parejas de personas o animales de características opuestas se ven obligados a socorrerse o a traicionarse, como El burro con piel de león, el gato y el viejo ratón, el zorro y el cuervo y el sapo y el buey. Después, en la segunda edición, que ya las 243 fábulas totales, las nuevas mostraban un grado mayor de libertad con respecto al modelo de Esopo, en que las habilidades de La Fontaine muestran su verdadero alcance. Además de ser un hábil versista, Fontaine era también un hábil moralista, cualidad más bien extraña. Las moralejas de La Fontaine son claras y contundentes, y muchas veces son miedosas, pues alertan de unos peligros que incluso un adulto, y mucho menos un niño, puede no haberse imaginado antes. Sin embargo, las moralejas no son pesadas, no desvirtúan a la fábula de su valor literario, y se pueden leer, por lo menos hoy, como un curioso añadido de época, pudiendo gozar a plenitud el resto del relato. De hecho, ya en su época los franceses agradecían más bien poco los cuentos con moraleja, y esto le mereció a La Fontaine más de una ácida crítica por parte de sus colegas escritores, en especial cuando durante la llamada Querella entre Antiguos y Modernos, que acaparó la atención de los franceses durante años y en que las generaciones más conservadoras y las más jóvenes se enfrentaron en vivo y por escrito. La Fontaine, sin dudarlo, tomó el partido de los Antiguos, cuando casi todos los demás escritores habían dado por descontado encontrarse en el de los Modernos, en el que estaban Moliére, Perrault y La Rochefoucauld. Entonces La Fontaine fue acusado de retrógrado, pero eso no lo hizo dudar de su posición. En cambio, respondió con más fábulas más moralizantes aún, y un mensaje implícito de que una autor tenía que escribir sobre lo que creía, y no sobre lo que sus colegas consideraban adecuado.
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