París, finales de la década del 50.
Pocos meses después de los Tratados de Roma, todo el mundo hablaba de la creación de la Unión Europea. Se convirtió en una forma de comenzar una conversación, una forma de romper el hielo, un fastidio. Era una pequeña aventura encontrar un lugar en París donde no estuvieran hablando sobre política internacional. H y Susan salieron a tomarse algo en un café donde la gente hablaba de cosas como libros, pinturas, edificios, fotografías, esculturas y poemas. Era un sitio donde siempre se encontraba la bohemia parisina, y Susan y H se habían vuelto habitués. Se la pasaban en los distritos de St-Germain-des-Pres y Montparnasse con gente como James Baldwin, Gregory Corso y Allen Ginsberg, todos parte de la comunidad literaria de expatriados que se convertiría en la generación Beat.
Era verano, un día muy caliente, y se sentía más calor dentro del café que en la calle. Se sentaron en una mesa sobre el andén debajo de un toldo. No se estaban llevando bien. H no soportaba a Susan y no abrió la boca. Solo se sentó a tomar sorbos de su té helado con cara de desespero. Susan no iba a hablar si H no estaba de buen humor. H no le decía nada, pero la juzgaba severamente pues Susan tenía un esposo y un hijo de 5 años viviendo en Chicago, y vivía su vida en París como si no tuviera ninguna responsabilidad. Susan consideraba que su chiquito tenía todo lo que necesitaba. Estaba recibiendo una educación extraordinaria bajo la supervisión directa del profesor, su papá. Así como estaba perdidamente enamorada de H, no consideraba que el amor fuera algo que a su hijo le hiciera falta. H pensaba que podía hacer el papel de madre mucho mejor que Susan, y no le molestaba gastarse el dinero que el profesor se había ganado con su trabajo, en sus viajes a través de Europa y en su estilo de vida parisino con Susan. H y Susan no hablaron una palabra hasta que una pareja se sentó con ellas.
–No hay más mesas disponibles y ustedes parecen tener estas dos sillas libres, ¿sí? ¿Les molesta si nos sentamos con ustedes?
–Para nada –dijo H–. Siéntense.
Como Susan y H, con esta pareja tampoco era evidente si una de ellas era activa y la otra pasiva, ambas eran igual de femeninas y conversadoras. De té y café pasaron a vodka, después más vodka y luego aún más. H sugirió que se fueran a seguir la fiesta en la habitación del hotel que compartía con Susan.
Camino al hotel compraron otra botella de vodka y llegaron a la habitación donde Susan puso un disco de Ella Fitzgerald y comenzó a bailar dándole la espalda a las tres mujeres, su audiencia. Whatever Lola wants, Lola gets… and little Lola wants you. Una de las mujeres se paró y se dirigió hacia Susan bailando con cada paso que dio hacia ella, cuando la alcanzó posó ambas manos sobre su cintura. I always get what I aim for. And your heart and soul is what I came for. La segunda mujer se les unió agarrando a Susan por detrás. H no se movió de la silla, no podía moverse, estaba enfurecida. Era Susan, como siempre, quien recibía toda la atención y no ella. Don’t you know you can’t win. You’re no exception to the rule. I’m irresistible, you fool… give in.
–¿Quién quiere otro trago? –preguntó H, pero nadie le respondió.
–¿Quién quiere otro trago? –volvió a preguntar, esta vez gritando.
Las otras dos mujeres ya ni siquiera parecían estar conscientes de dónde estaban. Solo daban vueltas alrededor de Susan, cantando y tomando sorbos de vodka. Don’t you know you can’t win. You’re no exception to the rule. I’m irresistible, you fool… give in. Susan estaba como en trance entre ambas mujeres. Tenía los ojos cerrados sin advertir que H se había parado frente al trío de bailarinas con la botella en la mano. Estaba observándolas con ambas manos sobre la cadera. Give in. Give in, you’ll never win. Give in. Give in, you’ll never win.
–¿Quién quiere otro trago? –insistió, pero nadie respondió.
–Pregunto, ¿quién quiere otro trago? –gritó en sus oídos mientras regaba el contenido de la botella sobre sus cabezas. –Entonces, ¿ya tengo su atención?
Susan se limpió la cara con la blusa y se rió. Una de las mujeres comenzó a gritar que le ardían los ojos y la otra mujer le gritó a H.
–¿Qué carajo haces? ¿Estás loca?
–¡Mis ojoooos! ¡Mis ojooooos! –siguió gritando la mujer.
Susan estiró la mano con el vaso vacío hacia H.
–Yo me tomo otro trago… pero parece que ya no queda nada, ¿o sí?
H soltó la botella sobre los pies de Susan y esta gritó de dolor mientras la botella rodó debajo de un sofá.
–¡Estás loca! ¡Podrías haberme cortado!
–¿Qué carajo es tu problema, perra sucia? –le gritó H.
–¡Mis ojooooos! ¡Dios, me aaaarden!
–Cierra la boca ahora mismo. De hecho, ustedes dos, salgan de acá. ¡Váyanse ahora mismo! –les ordenó H a ambas mujeres.
–Sí, salgamos de acá. –dijo la mujer agarrando a su pareja por el brazo y guiándola hasta la puerta.
–¡Mis ojos! ¡Mis ojos!
–¡Salgan de acá! –volvió a gritar H.
–¡H, estás loca, estás borracha! –le dijo Susan.
–Yo estoy borracha y tú eres una perra.
–Bueno, al menos no soy una perra fea, ¿o sí?
–¡Vete a la mierda! –gritó H y le dio un puño a Susan en el costado de la quijada. Susan perdió el equilibrio y cayó luego de golpearse el mentón contra un mueble.
–Tú te crees taaaaan bonita, taaaan linda. ¡No eres ni mierda sin mí, no eres ni mierda!
Susan la miraba tendida en el piso, sosteniendo su quijada con una mano como si se fuera a caer si la soltaba.
–Me largo de aquí. Voy por un trago –dijo H mientras caminaba hacia la puerta dejando a Susan tirada en el suelo sin que hubiera abierto la boca.
Susan era mucho más linda que H. Ambas tenían grandes narices judías. La de Susan estaba en perfecta armonía con su cara pequeña mientras que la de H ya se había partido dos veces. Los ojos de Susan eran pequeños, brillantes y muy expresivos; los de H eran grandes, oscuros y malvados. Susan tenía el pelo negro grueso y brillante sobre los hombros. El pelo de H también era negro, pero largo y finito, y caía sobre su espalda, eternamente sucio y sin fuerza. Parecía enfermo. H era flaca y alta, generalmente más alta que la mujer más alta y que casi todos los hombres, mientras que Susan era menuda, llena de curvas y de aspecto tierno. La voz de H era siempre muy alta, ronca y áspera, en cambio Susan hablaba con poco volumen y casi siempre debía repetir lo que decía porque la gente no la entendía. Los senos de H eran grandes y duros como melones, pero se negaba a usar brasier. Los de Susan eran pequeños y suaves como fresas, y no le hacía falta usar brasier. H casi no tenía cola, y Susan debía tener cuidado con lo que comía porque todo se le iba a la cola.
H no escondía el hecho de que estaba celosa de Susan. Celosa de que fuera más bonita que ella, pero sobre todas las cosas, estaba celosa de toda la atención que Susan recibía, celosa de todos los hombres y mujeres que se les acercaban a ambas pero solo demostraban interés en Susan. H no era insegura, Susan lo era. H no tenía motivos para ser insegura, sabía para qué era buena. Pero envidiaba la atención que Susan recibía y la resentía por ello.
A la mañana siguiente amanecieron abrazadas. H tenía una resaca diabólica; Susan, la quijada magullada.
H se paró de la cama a hervir agua para el café mientras Susan se sentó frente al tocador, mirándose al espejo. Tenía la quijada morada y azul, roja y marrón, y un dolor de cabeza tan terrible que le costaba trabajo hablar.
–¿Quieres café? –gritó H desde la cocina, pero Susan no respondió. Entonces sirvió dos tazas y volvió a la habitación, donde se puso de pie detrás de Susan, observando su reflejo en el espejo.
–¡Susan Sontag, qué te pasó en la cara! –dijo H, genuinamente sorprendida.
*Este texto hace parte de un manuscrito en inglés basado en los relatos que mi gran amiga Harriet Sohmers Zwerling me ha contado sobre su vida. Es la continuación de una historia que escribí para El Malpensante: La Société Anonyme des Lesbiennes.