Un poeta azotado por el acné

Vie, 11/02/2011 - 08:50
Era la primera vez que iba al centro de la ciudad, al nuevo Hospital del Condado de Los Ángeles. El diseño del nuevo edificio lo impresionó mucho, brillaba ante sus ojos. Pero el edificio dejó de
Era la primera vez que iba al centro de la ciudad, al nuevo Hospital del Condado de Los Ángeles. El diseño del nuevo edificio lo impresionó mucho, brillaba ante sus ojos. Pero el edificio dejó de impresionarlo apenas sintió el dolor que sentiría durante las siguientes dos semanas, y fue su memoria lo que lo persiguió durante el resto de su vida. Una vez a la semana, sus papás lo llevaban hasta el hospital, lo dejaban en la entrada y lo recogían tres horas más tarde. Les daba vergüenza admitir que eran sus papás. No querían que los médicos los relacionaran con él. No había caricias, ni afecto, ni ningún tipo de simpatía hacia él. Su papá siempre lo dejaba en el hospital muy temprano, y Hank debía esperar casi media hora en un lobby lleno de niños chiquitos y sus mamás, quienes no disimulaban el shock cuando veían su cara y su cuello. “Mamá, ¿por qué tiene la cara así? ¿Qué le pasó?”. Durante esa media hora, las mamás de los niños los pellizcaban muchas veces, sin quitarle los ojos de encima a Hank. También se preguntaban por qué un adulto veía a un pediatra. Con sólo trece años, y la expresión amargada, Hank parecía de diecinueve. Bukowski no quería mirar a los niños y sus mamás a la cara, así que se concentró en los tacones negros brillantes de la señora sentada frente a él. La mujer debió sentirse incómoda con los ojos de Hank encima de ella. Comenzó a doblar y desdoblar las piernas de manera nerviosa, sin que Hank quitara la mirada del reflejo de la luz en sus tacones. Después de una espera que se sintió como una eternidad, una enfermera pelirroja lo llamó por su nombre y apellido. La mujer era gorda y de ojos verdes, y fue la única que le sonrió a Hank durante su visita al hospital. Después del diagnóstico del doctor, ella se hizo cargo de él. La enfermera le pinchaba los forúnculos con una aguja eléctrica, que le producía un ruido infernal y le lastimaba los oídos. La aguja le drenaba pus de los granos gigantes y el pus iba a parar a un tarro de plástico con una calcomanía que decía “Peligro, agentes contaminantes”. Después, la enfermera le espichaba los forúnculos para terminar de sacar el pus que la aguja no logró sacar. Esa era la parte más dolorosa de todo el proceso. Después le exponían la cara en una lámpara de luz ultravioleta y le cubrían las heridas con gaza. Bukowski salía del hospital con los brazos, la cabeza, el cuello y la cara cubiertos para proteger las heridas de una infección. Parecía una momia y llamaba aún más la atención de aquellos que hubieran preferido que fuese invisible. Bukowski se enamoró de su enfermera desde el momento en que la vio por primera vez, y nunca olvidó cómo ella le sostenía la cara con suavidad, con guantes de goma, mientras le espichaba los forúnculos con la otra. Ella fue la única persona que le demostró afecto y la única que lo trató con respeto. El olor de sus guantes de goma lo perseguirían por el resto de su vida, haciéndolo acordar de su culo redondo y sus ojos verdes. Más tarde en la vida, se acordaría de ella cada vez que se mirara en el espejo. Las cicatrices asquerosas no terminarían de curarse del todo, y algunas noches, después de haberse mirado al espejo durante horas, se despertaba en la madrugada llorando como un niño y sudando como un hombre. Cuando fue adulto, muchas veces soñaba con esas sesiones terribles, y sentía un dolor tremendo por el que nunca se quejó o lloró cuando era niño. Sólo lloro por eso cuando fue un adulto. A Hank le diagnosticaron Acne vulgaris, la forma más monstruosa que puede tomar el acné, apoderándose de todo su cuerpo como una toalla mojada envolviéndolo después de una ducha fría. Sus doctores jamás habían visto un caso tan terrible como el suyo, y se decían secretos al oído sin que Hank entendiera de qué hablaban. “Levanta la cara, niño.” No podían verle la cara porque Hank no quitaba los ojos del piso. Inspeccionaba las líneas entre las baldosas y todas las manchas y mugre que había en el piso. “Enfermera, ¿cuál es el nombre de este niño?”, preguntaba un doctor parado frente a Hank. “Su nombre es Henry Bukowski, doctor, pero le dicen Hank”. Pero el doctor jamás hizo contacto visual con Bukowski. “Hank, niño, déjame ver tu cara”. Volvió a decirle el doctor. “Deja que el doctor te mire la cara, corazón”, le dijo la enfermera a Hank. Hank levantó la cara de inmediato, pero tampoco hizo contacto visual con el doctor. No creía que los doctores fueran a mirarlo de manera diferente a como lo miraban los niños en la calle. Tenía forúnculos en toda la cabeza, en los párpados, la nariz, detrás de las orejas y en el cuello. Yo tenía granos grandes como manzanas. También tenía forúnculos en la boca, que se le explotaban, haciendo que tuviera un gusto amargo en la boca todo el tiempo. Por eso se volvió un escupidor profesional. Yo escupía pus, hombre, escupía pus! También olía mal, porque los forúnculos olían a podrido. El dolor, el sabor en la boca y el olor le quitaron el apetito. No podía comer, porque sentía que se estaba comiendo su pus cada vez que trataba de tragar un bocado. No importa cuántos tratamientos le hicieran, los forúnculos salían más grandes y con más fuerza cada vez. Pero antes de que reventaran como un volcán, cada grano era rojo y caliente, y le dolían como nunca le había dolido nada. Pero Hank nunca lloró, y nunca se quejó. Como su acné no mejoraba, sus maestras convencieron a sus papás de que lo retiraran del colegio hasta que mejorara. Hank pasó los primeros dos días acostado en su cama, de cara a la pared, con la cara y el cuello cubiertos de una crema blanca espesa que se endurecía como una máscara de hierro. Al tercer día, su mamá y su abuela entraron a su habitación. “Voltéate, hijo.” Hank obedeció y se dio vuelta. Quedó boca abajo. Entonces su abuela dejó de esconder lo que había traído a escondidas cuando entró a su cuarto. Llevaba un crucifijo de plata con un Jesucristo sangrante clavado de pies y manos. La mujer empezó a revolotear el crucifico encima de Hank, y gritaba: “¡Purga al Diablo de su cuerpo, Señor! ¡Purga al Diablo de su cuerpo!”. “¡Purga al Diablo de su cuerpo, Señor! ¡Purga al Diablo de su cuerpo!”, repitió su mamá rezando con las manos frente a su cara, meciéndose hacia adelante y hacia atrás, como en trance. La abuela siguió gritando, revoloteando el crucifijo, y de pronto empezó a pegarle a Hank en la espalda con él, haciendo así que explotaran los forúnculos, manchándolo todo de pus y sangre. Hank dio media vuelta, casi de un salto. “¡¿Qué haces, vieja loca? ¿Qué haces?!”. “¡Purga al Diablo de su cuerpo, Señor! ¡Purga al Diablo de su cuerpo!”, gritaban ambas mujeres. “¡Déjenme quieto, déjenme en paz!”, gritaba Bukowski. “Es que tú no entiendes”, le dijo su abuela. “¡Estás poseído por el Demonio!”. Hank saltó de la cama, empujó a ambas mujeres fuera del cuarto y cerró la puerta con fuerza. Después se vistió y salió del cuarto por la ventana, y no volvió hasta por la noche. Cuando llegó a su casa, sólo encontró a su mamá, sentada en una silla, pelando papas en la cocina. “¿Qué pasó hoy?”, le preguntó Hank a su mamá. “¿Qué fue todo eso?”. La mamá de Bukowski se sacudió las manos, se levantó de la silla, se quitó el delantal, lo dobló y lo puso sobre la mesa y le dijo: “No quiero hablar del tema”. Se dio media vuelta y salió de la cocina sin ninguna explicación. El suplicio que sufría Bukowski casi en cada comida era el mismo. No era capaz de comer porque sentía que se iba a vomitar, y su papá no dejaba de gritar: “Te terminas la comida que preparó tu mamá. ¡Tienes cinco minutos!” “No tengo hambre”, le decía Hank. “¡Sí tienes hambre!”, contestaba su papá. El hombre gritaba histérico sin moverse de su silla, casi en completo control de sí mismo, a excepción de las venas en la sien, que se le hinchaban como si fueran a explotarse, y los ojos casi amarillos, abiertos como si se le fueran a salir. La mamá de Hank acomodaba el rabo en su asiento, doblando y desdoblando la servilleta, sin abrir la boca. Ella sabía que la ira de su marido sería descargada en Hank con los pantalones en las rodillas, en el baño. Pero no terminaba ahí, ella sabía que después de pegarle a Hank le pegaría a ella también. Por esta razón, culpaba a Hank del abuso que su marido cometía contra ella. Nunca consoló a Hank después de una de las golpizas de su papá, jamás lo abrazó, y jamás le dijo que lo quería. Después de las golpizas, ella iba al baño a recoger a Hank del piso a punta de pellizcos. “Vístete!”, le gritaba. No era capaz de tocarlo con cariño, porque sentía asco de sus forúnculos y el pus que salía de cada centímetro de su cuerpo. Bukowski jamás la perdonó, perdió todo el respeto por ella y la convirtió en algo insignificante, como a casi todas las mujeres con las que se cruzó en la vida. Después de pegarle a Hank, su papá salía del baño y se metía al cuarto a esperar que su mujer llegara también. Entonces ella cerraba la puerta y se encerraba con su marido a que él la reventara a golpes. Hank lo oía todo desde su cuarto, y jamás se tapó los oídos para no oír los gritos de su mamá y las diferentes cosas de su cuarto aterrizando en el piso, partiéndose en muchos pedazos. Como sus papás, durante mucho tiempo, Hank habló inglés con un fuerte acento alemán, lo que hacía que todos los niños se burlaran y nunca jugaran con él. Hank era solitario en el colegio, y aún más solitario en su casa, porque su papá no le permitía jugar con otros niños. Hank no debía ensuciarse, y no debía mezclarse con los otros niños porque su papá siempre se consideró de mejor familia que el resto del barrio. La única compañía que Bukowski tenía eran sus libros, que también se los quitaban como forma de castigo, porque no tenía amigos a quienes dejar de ver, o una mascota con quien no pudiera jugar. Fue cuando le quitaron sus libros que empezó a escribir cuentos cortos. Hank pasaba sus días con ira en el corazón, sintiéndose muy solo, odiando a sus padres y sin tener con quién hablar. Empezó a pelear con los niños del colegio y del barrio cuando se burlaban de su aspecto físico o su acento. Fue una pelea lo que hizo que su papá le diera la primera golpiza. Bukowski había peleado con alguien en el colegio, y llegó a su casa con un sobre cerrado que le mandaban de la rectoría para que le entregara a sus papás. Hank lo entregó hinchado de orgullo, como si el sobre tuviera un premio. La pelea había empezado cuando el otro niño le dio a Hank un puño en la cara que le reventó la nariz y le bañó la camisa en sangre. Hank se defendió y así se lo explicó a su papá, pero el hombre perdió la razón de inmediato y le ordenó que lo siguiera hacia el baño. Durante mucho tiempo había guardado una correa de cuero que colgó de un clavo al lado del espejo sobre el lavamanos. Había llegado la hora de estrenarla. Le ordenó a Hank que se bajara los pantalones y los calzoncillos, y que se arrodillara, con las manos en el piso. Entonces empezó a golpearlo con la correa, cada vez más fuerte, en la parte de atrás de las piernas y las rodillas, y en la espalda, reventando así más y más forúnculos con cada golpe. Bukowski no hizo ni un ruido, y lloró en silencio mientras su papá seguía pegándole ensañado. Después de quince minutos de darle sin piedad, le ordenó que dejara de llorar y se vistiera. Hank apenas podía respirar del dolor, pero no hizo ni un ruido, y se vistió notando que su mamá estaba parada en la cocina, con ambas manos sobre la mesa, respirando hondo y temblando. Su padre se encerró en su cuarto y Hank fue hasta la cocina, hacia su madre. “¿Por qué no me defendiste? ¿Por qué no hiciste nada?”, le preguntó Hank. “El padre siempre tiene la razón”, le dijo su mamá, “no lo olvides nunca”. A partir de la segunda golpiza Hank no volvió a derramar ni una lágrima, y su papá se enfurecía aún más y le pegaba con mayor fuerza. Lo único que se oía eran los gemidos de su papá con cada golpe, y el ruido del cuero que explotaba los forúnculos de Bukowski. Y, mientras tanto, su mamá esperaba su propio castigo, sentada en la mesa de la cocina, jugando con el cable del teléfono, enredándoselo en el brazo, hasta que se le ponían los dedos morados por la falta de circulación. Entonces soltaba el cable, para volverlo a enredar de nuevo.
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