Suplicio final

Mar, 08/05/2018 - 08:12
Han sido ocho largos años del gobierno de Santos. Las expectativas que produjo su elección en el 2010 se tornaron rápidamente en desconcierto y luego en decepción. Para un hombre egocéntrico como
Han sido ocho largos años del gobierno de Santos. Las expectativas que produjo su elección en el 2010 se tornaron rápidamente en desconcierto y luego en decepción. Para un hombre egocéntrico como Santos, los tristes resultados de las encuestas lo sitúan como un mandatario muy impopular y sin carisma.    Lo más irónico es que ningún gobierno de nuestra historia ha dedicado tanto tiempo energía y, sobretodo recursos, a pulir su imagen. Son decenas de billones de pesos utilizados de manera descarada en tratar de maquillar la gestión y los pobres resultados de estos dos cuatrienios años. Es tal la obsesión de Santos por su imagen que se atreve a afirmar que el problema de Colombia es su incapacidad de apreciar la “magnífica” gestión que ha adelantado. Para el mandatario, reconocido en el exterior por quienes no son sus gobernados, se confirma que este pueblo que lo eligió es un desagradecido y no quiere aplaudir el buen gobierno. Han sido ocho años tratando de torcerle la mano a una opinión pública reacia al encanto de la publicidad oficial. A pesar del control absoluto de los poderes públicos, de la simpatía de todos los medios de comunicación, del apoyo de los gremios, el respaldo de los cacaos y de la sumisión del Congreso, Santos no logra ser popular. El presidente no genera confianza, no es simpático y se le nota que los temas que preocupan a los colombianos del común no le generan interés. Está sólo cómodo con sus amigos y amigotes, que han disfrutado las mieles del poder como en ninguna otra administración precedente. Roscas ha habido siempre en Colombia, pero como la santista ninguna. Intolerante a la crítica, que nunca acepta y que desprecia, Santos ha sido uno de los presidentes más aislados que ha tenido Colombia. Cuando entendió que su proceso de paz era rechazado por la sociedad, dejó de gobernar y se contentó con el premio Nobel que es para él el reconocimiento que los colombianos le niegan. Se quedó encerrado en su parecer, escuchando sólo aquellos que lo alaban. Desde el plebiscito que le negó la gloria, no gobierna pero finge hacerlo. Hace meses que en Palacio cuentan los días que quedan para el viaje a Londres. Pero obsesionado con su imagen quiere intentar otra vez comprar su popularidad. Hasta el siete de agosto nos van a martillar con una incesante campaña de medios para demostrar que estos han sido los mejores ocho años de nuestra historia republicana. El suplicio no ha terminado.   
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