Debo declararme contento por la iniciación de los diálogos de Paz del Gobierno y las FARC en Noruega. Me dirán ustedes, fieles seguidores, que me enloquecí, que mi pausada senilidad tiene efectos en mi conservadora mente. Yo, que he sido un defensor de la guerra como mecánica sublime de las sociedades y motor de la economía y la historia.
Pero no. Oyendo la intervención del terrorista Iván Márquez, la felicidad me embargó: con ese tono, con esa retórica, con ese discurso invariable, ha puesto un punto tan alto en la linda confrontación que, por lo menos, en estas primeras horas de la payasada esa en Oslo y La Habana, hemos asegurado que la inconveniente paz no tiene futuro y que campeará la benéfica guerra.
Bien por él, quien en un gesto radical, sin conciliación alguna, le pone la vara muy alta al gobierno traidor, de tal manera que el optimismo en torno al circo del diálogo se reduce y nuestro victorioso pesimismo se instala en la atmósfera para que truenen los fusiles y las bombas, como debe ser. Eso le pasa al cachiporrro nadaista del De La Calle por pendejo y por torcido, por abandonar a Uribe y meterse con Santos en soluciones pacíficas que el país no quiere, que la prensa no quiere. Como será de chimba la vaina que hasta el traidor Mancuso quiere tetica.
El tono bobalicón de De La calle ha sido respondido por las FARC, con quienes estoy, desde luego, en histórica confrontación, pero que esta vez, como cuota inicial, le cierran el paso a la detestable paz.
Es cierto que luego en las conversaciones sosas y abúlicas que vendrán, seguramente cambien y hasta negocien, pero por lo menos este principio ha sido precioso para los intereses de la bélica delicia. Pero, hasta son capaces de ponerse de acuerdo para desgracia de la gente de bien.
Para mí las FARC y el Gobierno son la misma vaina. Unos conspiradores que quieres quedarse con todo y dejar exánimes nuestros lindos cañaduzales, nuestras vacas y nuestras palmas benefactoras.
Profundizo en el análisis de las ventajas de la guerra como única dinámica válida, como exultante negocio. Veamos:
No habría nación ni identidad, sin la primera guerra fundadora, la de los españoles que lograron en poco tiempo reducir demográficamente a la indiada y sembrar la semilla de las decenas de guerras que vendrían después, como pila bautismal de nuestra cultura.
Luego vino la sublevación de los Comuneros, una guerrita fundacional, que terminó (el señor sea loado) con la derrota de la gentuza, lo cual permitió nuevas semillas de plomo.
Si entre 1812 y 1815 los colombianos no se hubieran dado en la jeta entre centralistas y federalistas, no habría sido posible el retorno espléndido de Pablo Morillo, no como “pacificador” sino como detonante de la nueva guerra. Gracias a la Patria Boba tuvimos la victoria de Nariño en San Victorino, que ya desde entonces era territorio de confrontaciones entre ñeros.
Ello permitió la profundización de esa guerra y la dispersión de las fuerzas independentistas, hasta que el terrorista chavista del Bolívar armó otra guerra que movió la economía, que nos comunicó con el mundo y que tristemente terminó en la derrota de Su Majestad española; pero que produjo, gracias a dios, una institucionalidad tan frágil, que permitió que de ahí en adelante el país siguiera de guerra en guerra, hasta nuestros días. Otra lindo grano sembrado en la fértil y toja tierra de nuestras plomeras.
Tuvimos la fortuna, para pulir la naciente alma nacional, de contar entre 1839 y 1841 con la rentabilidad de la llamada Guerra de los Supremos, una magna pelea que empezó con la sublevación de unos castos curas en Pasto que no se dejaron joder de los nacientes masones. Los provechos de esta guerra, verbigracia, se regaron como pólvora por buena parte del país y se logró la hazaña hasta de meter a la guerra al separado Ecuador, internacionalizando la ventaja comparativa de matarse y echar bala corrida. Allí germinó otra simiente que condujo a nuevas batallas.
En 1851, vino una de verdad, con lujo de detalles y con todos los hierros. La precursora Guerra Civil de 1851, cuando mis antepasados ideológicos, los puros de los goditos, con toda razón la emprendieron contra las reformas ateas del cachiporrro del José Hilario López. Desde entonces se perfiló una guerra permanente que produjo ingentes réditos durante un siglo entre nosotros y los libertinos rojos. Expulsaron a los jesuitas, que antes de que esto se pusiera de moda, venían jodiendo como hoy con la subversiva teología de la liberación. Esa la ganamos, indultamos al enemigo pero lo dejamos en la calle, lo cual permitió que al ratico otra útil contienda se anunciara.
En 1854 nos enfrascamos en nuevas hostilidades que, una vez más, redundaron en el fortalecimiento de la economía y la confianza inversionista.
Me refiero a esa guerrita entre liberales (todavía mejor, que se maten ellos y nos dejen pelechar) que terminó como en tablas, que es lo mejor de la guerra, como la de ahora, para que perdure.
Gracias al cielo no tuvimos esa situación femenina y cobarde que es la paz, más de cinco años. En 1869 de nuevos el dulce clarín y el potente cañonazo retumbaron, esta vez cuando los masones de Mosquera se levantaron contra el orden legítimo de la raza blanca. Ganaron por desgracia los insurrectos, pero eso permitió que de nuevo un grano de recomendables violencias futuras, diera frutos.
Ya para entonces y desde la Independencia, se habían logrado entre matar 40.000 colombianos, que teniendo en cuenta lo reducido de la población, era una cifra digna.
En 1876 nos volvimos a coger a tiros, como siempre con la bendición de la Iglesia Católica, tan compenetrada con las escaramuzas. El glorioso partido conservador se sublevó contra los satánicos de Aquileo Parra y al ganar, reabrimos las puertas del tropel.
Como la vaina estaba bien diseñada para ser eterna, en 1884 fueron los bandidos liberales quienes se alzaron en armas, pero los redujimos. Más semen para la gestación de nuevas cruzadas.
En 1895, lástima, de produjeron rebeliones liberales de poca monta pero, aun así, se le hizo continuidad a la refriega, para bien de la historia y de quienes hemos vivido de las granadas.
Y para resarcirnos de ese combate pendejo, en 1899 nos metimos en la magna tarea de acabar con el país para poder hacer negocio. ¡La guerra de los mil días! Gran plomera, magno evento del dios Marte, que modernizó las batallas y esta vez sí, sembró una nueva semilla que dura aun 100 años. Hasta salimos de los corronchos de Panamá gracias a la victoria conservadora.
Detestables años aquellos transcurridos desde 1902 y prácticamente hasta 1948. Años perdidos en reformas socialistas y maricadas liberales. Hasta que matamos a Gaitán y logramos instituir La Violencia (sublime palabra) en una linda lucha ya esta vez de clases, en la cual logramos hasta hoy coger de tiro al blanco a la pobrería vil.
El resto es de ayer y de hoy. La Colombia bipartidista usufructuó La Violencia durante más de una década y la vaina desembocó en esta guerra de hoy, a la cual estúpidamente quieren ponerle fin, para atrasar el comercio, para acabar con las oportunidades de la gente decente. Como lo pretende De Lacayo.
Pero, paradójicamente, ahí está Iván Márquez que hará lo posible para evitar el cese de la guerra. Por lo menos hasta hoy (pero ojo que esos terroristas son capaces de llegar a un acuerdo con Santos). Tras lo de Oslo, una vez más los extremos se juntan. Uribe y Márquez. ¡Bala, señores!
Oración por la guerra
Jue, 18/10/2012 - 11:00
Debo declararme contento por la iniciación de los diálogos de Paz del Gobierno y las FARC en Noruega. Me dirán ustedes, fieles seguidores, que me enloquecí, que mi pausada senilidad tiene efectos