El único efecto positivo hasta el momento del COVID-19, comentaba un analista, es el interés renovado del público por la gran novela existencialista de Albert Camus, La Peste (1947).
La avidez por su crónica de la imaginaria peste bubónica en la ciudad de Orán (Argelia) se ha extendido a Contagio (2011), de Steven Soderbergh. Según la plataforma iTunes, se ha disparado el alquiler de esta película protagonizada por el MEV-1, un ficticio virus surgido en China a partir de una mezcla de genes de murciélagos y cerdos, y causante de 26 millones de muertes en todo el mundo.
Ciertamente, quien busque referencias a la pandemia actual en la literatura y en el cine encontrará mucho donde rascar. Puede arrancar con la reconstrucción que Daniel Defoe hizo de la gran plaga que se abatió sobre Londres en Diario del año de la peste (1722), seguir con La Máscara de la Muerte Roja (1842), de Edgar Allan Poe, y El último hombre (1826) de Mary Shelley, el primer escenario posapocalíptico asociado a una plaga.
Ya en el siglo XX, continuará con Soy Leyenda (1954), donde Richard Matheson presentó un virus que transmite el vampirismo; La Amenaza de Andrómeda (1966), en cuyas páginas Michael Crichton imaginó un mortífero microbio venido en un satélite artificial; Los inmortales (1973), del francés René Barjavel, y su patógeno transmisor de la inmortalidad; Apocalipsis (1978), la novela de Stephen King sobre la súper gripe escapada de un laboratorio militar; y Outbreak (1987), el superventas de Robin Cook, creador del thriller médico, en donde fantasea con la llegada del ébola a California.
El cine no se quedó atrás. Aunque existía el antecedente de Pánico en las calles (Elía Kazan, EE UU, 1950), las producciones sobre colapsos sanitarios se multiplican a partir de los años 70. The Omega Man (Boris Sagal, EEUU, 1971) parte de la guerra bacteriológica librada entre Estados Unidos y la Unión Soviética.
El mismo año, Muerte en Venecia (Luchino Visconti, Italia) muestra a la ciudad de los canales asediada por el cólera. En 1995, Fernando Meirelles lleva a la pantalla El Ensayo sobre la ceguera de José Saramago, referido a una misteriosa epidemia que deja ciegas a casi todas las personas; Wolfgang Petersen estrena Estallido, basada en Hot Zone, el libro de Richard Preston sobre la carrera por atajar el Ebola en África; y 12 Monos (Terry Gillian, EEUU) arma una trama futurista con un virus ultraletal liberado por un científico desquiciado.
Narrativas apocalípticas del 2000
Las narrativas apocalípticas se hicieron aún más populares conforme se acercaba el año 2000 y reflotaba un milenarismo banal que se regodeaba con el fin del mundo. Tuvieron además el acicate de las especulaciones sobre el retorno de la gripe española, y de las muy reales crisis de las vacas locas, el SARS y la gripe aviar.
De esta variedad de fuentes manó la inspiración para 28 Días después (Danny Boyle, Gran Bretaña, 2003), filme sobre un virus de la rabia mutado en un laboratorio experimental y soltado inadvertidamente por un comando animalista, la mencionada Contagio, y Guerra Mundial Z (M. Foster, GB/EEUU, 2013), una guerra con zombis creados por una plaga extraña. Son algunos de los filmes más conocidos, aunque la lista continúa.
Quien acuda a las obras citadas en busca de lecciones prácticas deberá aclarar primero un punto: ¿realmente son las epidemias y pandemias su verdadero trasunto? Con frecuencia, los patógenos de la ficción han servido de pretextos para aludir a otras cosas.
El Diario del año de la peste es, como mucha literatura inglesa de la época, un estudio de las pasiones y su efecto perturbador en la naturaleza humana.
De La Peste se dijo que era una parábola de la resistencia a la ocupación nazi de Francia y una exploración de las reacciones del individuo ante el absurdo de la existencia exacerbado por una situación límite.
En la ceguera masiva del libro de Saramago se trasparenta una reflexión sobre la ley de la jungla en sociedades individualistas y la tendencia autoritaria de los Estados capitalistas. Y en el zombi se ha visto un condensado de las conductas antisociales, el consumismo, la inmigración, la muerte y otras ansiedades del mundo desarrollado.
Para algunos estudiosos, esta imaginación artística es típica de sociedades del riesgo como la nuestra. Según la teoría acuñada por Ulrick Beck, a partir de la Segunda Guerra Mundial la ciencia y la tecnología se ven puestas en entredicho a medida que los efectos adversos del progreso van eclipsando sus beneficios.
Y sin embargo, la sociedad no puede dejar de aferrarse a la ciencia y la técnica para solventar los peligros creados por estas mismas. Tanto más en un mundo tan interconectado donde, como expresó Susan Sontag en su ensayo La enfermedad como metáfora, “todo lo que puede circular lo hace, y donde cada problema es o está destinado a ser global”. La errante nube radiactiva de Chernóbil es un estremecedor ejemplo de la ubicuidad de los riesgos.
Metáforas de ciencia fuera de control
En tal contexto, los gérmenes de las ficciones funcionan como metáforas de una ciencia fuera de control y de sus riesgos asociados: los riesgos de la exploración espacial en el texto de Crichton; los peligros de las armas bacteriológicas en Stephen King; el lado oscuro de la medicina en Robin Cook; las consecuencias indeseadas de la experimentación genética en Terry Gillian...
Las creaciones recientes, en cambio, hablan de la globalización y las tecnologías que permiten que el miedo y los virus se propaguen por el planeta de modo fulminante; tratan asimismo de las amenazas planteadas por los flujos de capital especulativo, fake news, migrantes, alimentos tóxicos, sustancias contaminantes y enfermedades nacidas de la promiscuidad entre humanos y animales.
Pero eso no es todo. Al analizar el cine de desastres de los años 50, el crítico Peter Biskind concluyó que lo fundamental de su mensaje no radicaba tanto en las causas del trastorno, sino en las soluciones propuestas para superarlo y en los colectivos sociales encargados de conducir a la sociedad en la emergencia.
Un grupo de películas sostenía, en contrario, que los uniformados eran los más preparados para gestionar la crisis, y otro atribuía ese liderazgo a los científicos.
En las ficciones actuales el villano es el patógeno, auxiliado a veces por individuos e instituciones como los militares y los laboratorios farmacéuticos.
“Los militares no pueden resistir la tentación de controlar una cepa mortal, un papel sugerido a los guionistas por su implicación en las armas biológicas en el pasado.Y los laboratorios son a menudo los culpables de que una cepa desconocida esté circulando en la población”, explica Luis Miguel Ariza, periodista científico, escritor y autor de una tesis doctoral sobre el cine de catástrofes.
Según Ariza, “en la vida real, las fuerzas armadas suelen ayudar en la contención de la crisis mientras los laboratorios buscan una vacuna o terapia aprovechando las condiciones del mercado. Pero el público acepta más fácilmente las historias con militares descerebrados y científicos sin escrúpulos que solo buscan la fama”.
En otras ocasiones, las narraciones se ponen del lado de la ciencia representada por la medicina (los epidemiólogos y virólogos de Contagio); o fusionan a militares y científicos en una misma figura heroica (el coronel médico de Estallido); o exudan pesimismo (el descarnado retrato de la sociedad autodestructiva de 28 Días después); o defienden la violencia ejercida por militares y sobrevivientes (los relatos de zombis). Un panorama variopinto con unas pocas coincidencias: los patógenos siempre vienen de países pobres y los salvadores son los científicos occidentales.
Enseñanzas distorsionadas
Los expertos afirman que el público se guía por esas ficciones para interpretar las crisis reales. A la vista de la situación actual, Ariza duda de la utilidad de esas interpretaciones.
“La gente está asustada. Pero la ciencia dice que nos enfrentamos a un coronavirus con ciertas peculiaridades, aunque no es un desconocido como pudo ser el sida, pues su genoma ya se ha secuenciado. ¿Por qué los estantes vacíos en los supermercados ante un virus del que tenemos la certeza de que no nos va a matar? Nos toca pasar en casa unas pocas semanas. ¿Por qué no hacerlo con tranquilidad? El porcentaje de afectados es muy pequeño; sin embargo, la percepción es que estamos todos en peligro".
"En mi opinión,—continúa— las películas sobre pandemias han preparado el camino a estas reacciones. Bajo su luz interpretamos los medios que informan de muertes y contagios y no hablan de los pacientes que se recuperan, y los mensajes grandilocuentes de los políticos. Nuestro presidente lanza una solemne alerta y nos suena al discurso de Morgan Freeman en el filme Deep Impact. Imitando a las hordas del cine, nos decimos: 'Tenemos que abastecernos por lo que pueda ocurrir', cuando en realidad disponemos de alimentos de sobra. ¿Y por qué? Porque las películas proponen un código de comportamiento que aceptamos en contra de los datos científicos”.
Y si bien es cierto que producciones como Contagio describen con realismo las fases de una pandemia y de la investigación médica, Ariza advierte que muchos otras enseñan a la audiencia a interpretar las crisis en clave conspirativa.
“El público ha abandonado la imagen romántica del científico que solo busca la verdad, y se decanta por el estereotipo del investigador vendido a oscuros intereses. Siempre habrá quien culpe a los científicos de ser instrumentos de una farmacéutica que libera un virus para hacer dinero con la vacuna. De hecho, actualmente podemos leer titulares absurdos relativos al coronavirus del estilo:'¿Lo ha creado un laboratorio?”
Maticemos que no siempre estas piezas resultan contraproducentes. Lo ejemplifica la decisión de los Centers for Disease Control (CDC) de Estados Unidos de utilizar a los muertos vivientes como herramienta educativa. En 2011 aprovechó su popularidad entre los jóvenes, un grupo de edad soslayado por las campañas de protección civil, so pretexto de prepararlos para un apocalipsis zombie. Su mensaje se hizo viral, logrando cinco millones de seguidores.
Para bien o para mal, las narrativas sobre pandemias se han vuelto endémicas en la cultura popular. Antes de condenarlas, conviene recordar que sus historias tremebundas no tienen por objetivo educar sino entretener (y entretener asustando).
Su tirón revela que el público no se cansa de apocalipsis plagados de toses, fiebres y estornudos, quizás porque, además de un placer morboso, le dan la seguridad de que, al final de terribles peripecias, la humanidad sabrá superar el desastre.