Varios días llevaba esperando una noticia. La información recibida le era inútil. No había rastro de su esposo luego de la sangrienta batalla, cuyos estragos eran trasmitidos por los noticieros a nivel nacional. Adriana escrutaba cada emisión, miraba con atención en busca de algo que le diera algún indicio, la más leve esperanza de que continuaba con vida.
Tan solo llevaban un mes de casados. Adriana Bedoya conoció a Luis Fernando Arroyave en el Batallón de Ingenieros N. 4 Pedro Nel Ospina en 1999. Ella acompañaba a un amigo que ese día hacía juramento de bandera. Entonces lo vio: alto, simpático y buen mozo, el amor de su vida.
Cuando empezaron a salir, ella no tenía idea de cómo sería su vida junto a un militar en medio de una de las épocas más violentas en Colombia. Pasaban semanas alejados, esperando el ansiado momento de reencontrarse. La angustia que sentía todos los días era insoportable. Esperaba noticias de su novio en la puerta del batallón. Lo quería vivo. Cada incursión que hacía en la selva o en un territorio de la guerrilla podría ser el último.
En esos primeros meses juntos, Adriana quedó embarazada. Todavía sin saberlo, tomó un bus al municipio de San Luis, donde Fernando estaba trabajando. En el camino de regreso dormía tranquilamente, cuando un fuerte ruido la despertó. Las personas gritaban y el pánico la invadió. Las Farc se encontraban a pocos metros y detonaron una bomba en un restaurante, causando la muerte de decenas de viajeros.
“Pasaron como dos meses y tenía dolores en el vientre. Fui al médico y resulta que estaba embarazada. Pero mi bebé estaba muerto. La explosión terminó con su vida. Tuve que pasar mi duelo sola, en mi casa. Fernando también pasó su duelo lejos de mí, porque no lo dejaron salir del cuartel. Así es la vida de una familia militar. Estamos solos, lejos, preocupados y, si pasa una tragedia, no tenemos a los que queremos para darnos apoyo”, explicó.
Ni la distancia ni el dolor de la pérdida mermó el amor tejido entre ambos. Las idas y venidas de Fernando eran cada vez más peligrosas y en ocasiones salir, incluso como civil, era demasiado peligroso.
Escuche aquí la entrevista de Adriana Bernal a Adriana Bedoya:
Las misiones que le encargaban implicaban largos enfrentamientos con grupos armados en toda Antioquia, por eso, cada vez que se veían, podía ser la último día juntos. Un día de septiembre del año 2000, lejos de curiosos, en medio de la premura, unieron sus vidas para siempre por medio del matrimonio.
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No hubo una gran fiesta, ni una luna de miel. Solamente una pequeña ceremonia. Fernando debía salir una vez más, con su uniforme y su fusil, a luchar en el monte. Adriana se había acostumbrado tanto a esta rutina que su despedida fue discreta. Sabía del peligro que corría su esposo, pero tantas veces se habían separado, que ambos creyeron que regresaría ileso, como antes.
Pero no fue así. El 19 de octubre del 2000 Adriana recibió una llamada del batallón en la que le decían que su esposo debía salir a un enfrentamiento y que debía ir al aeropuerto de Rionegro a despedirlo. No lo hizo. No sabía lo que sucedería, ni que esa batalla marcaría el peor momento de su vida.
La batalla de Dabeiba
La noche del 18 de octubre del 2000 unos 650 guerrilleros de las Farc entraron al municipio de Dabeiba, al noroccidente de Antioquia. Su objetivo era hacerse con el control de la estación de Policía. Granadas, bombas y metralletas retumbaban en la zona. Las fuerzas militares se resistían en el centro del pueblo con lo poco que tenían, esperando la pronta ayuda de municipios aledaños.
La madrugada del día siguiente el Ejército reaccionó enviando cuatro helicópteros, dos Arpías, un UH-60 y un Black Hawk (en el que iba Fernando), a recuperar el control de la zona. La situación era delicada, más de lo normal, y el enfrentamiento fue violento.
Cuando atravesaban por el aire el Cañón de la Llorona, un terreno difícil, lleno de acantilados, fueron recibidos por los guerrilleros. El piloto del Black Hawk recibió un disparo en el cráneo, perdiendo el control de la nave, que chocó en el suelo. Los otros helicópteros fueron recibidos por más disparos, granadas y cilindros bomba.
Tres días duró la batalla. Los cuerpos, llenos de sangre, yacían regados por todo el suelo, desmembrados, mutilados o desfigurados. Los soldados disparaban a sus compañeros qué, heridos, pedían a gritos terminar con su suplicio. Fueron 54 uniformados los que murieron en esa ocasión.
“Fernando intentó luchar y entrar al pueblo. Pero en el camino llevaba encima a uno de sus compañeros, que recibió un disparo en la pierna y el estómago. Se lanzó al suelo para fingir su muerte, y vio como los guerrilleros le disparaban a los cadáveres. De milagro pasaron a su lado y no le pegaron el tiro”.
Después de la batalla
“La batalla la vivió él y la viví yo. Sentía impotencia al no saber si estaba vivo o muerto. Todo era tragedia. No sabía qué hacer, preguntaba y no hallaba respuesta. Llamaban a los familiares de los soldados pero a mí nada que me llamaban. Éramos novias, mamás y esposas las que esperábamos. Mi marido no aparecía ni entre los vivos ni entre los muertos. Estaba como un zombie: no comía, no dormía, nada”.
Tras largas horas de espera, recibió la esperada llamada. Un mayor la contactó para decirle que Fernando Arroyave había aparecido sin vida. “A mí me iban a entregar un cuerpo que no era. Me decían ‘este es Arroyave’ y yo pedía que me lo dejaran destapar porque mi esposo tiene una cicatriz en el muslo derecho y tiene unas en las manos. Si yo le veo las manos yo sé que es mi esposo. Y no me dejaban porque ya era el cuarto día y olían muy mal”.
No recibió el cuerpo, todavía con la esperanza de encontrar a su esposo vivo, su paciencia y perseverancia dieron resultado. Fernando apareció al poco tiempo en un noticiero, con sangre de los pies a la cabeza. Logró sobrevivir a uno de los ataque más funestos de la historia en contra de la Fuerza Pública. Lo encontraron cuando por fin la guerrilla se marchó del pueblo.
Luego de la batalla, Fernando fue enviado con los demás sobrevivientes al Sinaí, en Israel, durante siete meses. A su regreso, ya llevaban un año de casados, un año en el que no estuvieron juntos por culpa de la guerra.
Adriana lo recibió con amor, pero su esposo ya no era el mismo. En las noches se levantaba asustado, gritando en medio de pesadillas. Cuando estaba de misión sus compañeros se asustaban al ver cómo sufría ataques de pánico e incluso estuvo a punto de disparar entre sueños. Tal fue su cambio que en 2003 prefirió retirarse de la institución y llevar una vida civil.
Hoy tienen dos hijos, uno de ellos, el menor de apenas nueve años, nació sin poder ver. Adriana y Fernando viven en la comuna 13 de Medellín intentando llevar una vida normal a pesar de los estragos de la violencia. Cada año van al cementerio a visitar los 54 cuerpos de los muertos en el combate, quienes, comentó Adriana: “siempre serán mis muertos”.
“La guerra me quitó mi esposo, mi matrimonio, mi tranquilidad, mi juventud. Cuando se fue del Ejército no le dieron nada. Me tocó ser su psicóloga, tomar fuerzas y dejar a un lado el dolor que me da ver que todavía grita, le dan crisis de pánico y se pone agresivo. La guerra no solo le hizo daño a él sino a toda mi familia. Pero sigo adelante. Acompaño y lidero un grupo de mujeres que perdieron a sus hijos, hermanos y esposos. Ahora soy una mujer fuerte”.