Cuando el presidente Donald Trump enfrentó (y superó) la crisis más grave de su primera campaña, defendió los alardes que hizo en una grabación de “Access Hollywood” sobre la agresión sexual que había cometido como una tontería que, al final, fue inofensiva.
“Pura charla de hombres”, aseguró; nada de que preocuparse.
Cuando el presidente enfrentó (y superó) el juicio político en 2019, luego de presionar al presidente ucraniano para que investigara al presidente electo Joe Biden, Trump insistió en que solo fue una conversación inofensiva entre dos tipos.
“Una llamada perfecta”, dijo, no un delito grave.
Y cuando Trump abandone la Casa Blanca, el miércoles, a más tardar, en medio de un segundo proceso de impugnación y un inusual y merecido castigo desde que incitó a una desenfrenada multitud en Washington el 6 de enero, renunciará a un valioso beneficio: un sistema ejecutivo de telefonía. En algún momento llegó a asegurar, con entusiasmo, que ese sistema le hacía sentir como si sus palabras se fueran a autodestruir antes de volverse autodestructivas.
“El sistema más seguro del mundo”, dijo un Trump maravillado en una entrevista de 2017 durante su primera semana como presidente, al comprobar que nadie lo escuchaba ni lo grababa. “Las palabras sencillamente desaparecen en el aire”.
Puf. Desaparecidas. Justo como a él le gusta.
Durante la mayor parte de los 74 años de Trump, la relación entre sus palabras y sus consecuencias ha sido bastante clara: dice lo que quiere, y nada particularmente duradero tiende a pasarle.
Pero en los últimos momentos de su presidencia, Trump está enfrentando un destino poco familiar. Se le está responsabilizando, como nunca antes, por las cosas que ha dicho, y está descubriendo que sus típicas defensas —la negación, la ofuscación, sus amigos poderosos, alegar que todo era una gran broma— son insuficientes para justificar a la turba violenta que actuó en su nombre. En lo que seguramente es la mayor serie de sanciones que ha recibido en su vida, su cuenta de Twitter fue censurada, su marca comercial se ha visto afectada de gravedad y su presidencia fue condenada a la infamia histórica de pasar por un segundo juicio político. Su mayor prestamista, el Deutsche Bank, está movilizándose para distanciarse de él. Su club de golf en Nueva Jersey fue despojado de un torneo importante. Algunos republicanos en el Congreso, que en algún momento le fueron leales, están reconsiderando su compromiso hacia Trump, poniendo en juego su poder en el partido, incluso cuando la popularidad del presidente entre gran parte de sus fieles partidarios permanece intacta.
Quienes conocen a Trump y lo han observado a lo largo de los años no pueden evitar ver la ironía de un presidente que es derribado por la misma fórmula que lo llevó a la cima: un discurso inflamatorio y una autoestima que a veces se ha convertido en un autoengaño funcional.
Trump nunca ha considerado que las palabras sean tan importantes como las acciones, ni siquiera que estén en el mismo nivel de un posible delito. Las palabras solo fueron medios para llevarlo de una situación a otra, según asegura la gente que trabajó con él. En su opinión, las palabras no eran lo suficientemente importantes como para provocar graves problemas.
En teoría, los instintos de supervivencia de Trump estaban tan bien desarrollados que le faltaba poco para perfeccionar un arte de la negación casi encomiable, una ventaja que adquirió tras estar, aparentemente, en todos los bandos en relación con todos los debates políticos importantes en varios momentos de su vida adulta.
¿No dijo lo correcto aquella vez? Eso fue exactamente lo que quiso decir.
¿No le guiñó el ojo a la multitud? Todo el mundo lo toma demasiado en serio.
¿No usó la palabra “pacíficamente” una vez en esa alocución antes del disturbio en el Capitolio, entre otras frases más predominantes como “pelear” y “demostrar fuerza” y “acatar reglas muy diferentes” mientras avivaba la ira en contra de funcionarios electos, incluido su propio vicepresidente, que no estaban dispuestos a subvertir la voluntad del electorado?
“Él tiene la costumbre de decir las cosas más escandalosas y luego decir que estaba siendo sarcástico, que estaba bromeando, que las personas no deberían tomar lo que dice de manera literal y que, de hecho, si lo haces, eres un idiota”, aseguró Gwenda Blair, una biógrafa de la familia Trump. “Así tiene negación plausible para sí mismo, pero también para sus seguidores. Trump les da a ellos algo a lo que aferrarse para que puedan seguir creyendo en él”.
Pero Trump y gran parte de la clase política que quedó conmocionada y desorientada por su victoria en 2016 a veces han vinculado la resistencia de su reputación con la noción de que nada de lo que diga puede lastimarlo, sin importar cuán aparentemente dañino sea.
Su mandato ha estado manchado con episodios —desde su traspié con la supremacía blanca luego de la violencia que causó muertes en Charlottesville, Virginia, hasta la minimización que hizo de los riesgos indiscutibles del coronavirus— que lo convirtieron en un presidente impopular cuyo contrato no fue renovado. Menos segura es su capacidad para reconocer el vínculo entre su conducta y este resultado.
De hecho, desde que entró a la política, Trump a menudo se ha deleitado en reducir a los oponentes que sonaban demasiado ensayados o comedidos.
“Solo palabras”, dijo acerca de Joe Biden cuando el demócrata aceptó la nominación de su partido el verano pasado.
“Son solo palabras, amigos”, dijo Trump de Hillary Clinton durante un debate en octubre de 2016, días después de que se publicó el contenido de la grabación de “Access Hollywood”, con lo que evadió cualquier reclamo sobre sus comentarios y, al mismo tiempo, aseguró que el discurso de Clinton era vacío. “Solo son palabras”.
Como presidente, Trump se benefició a diario de un ejército de defensores en el Congreso y de los medios conservadores que se dedicaron a interpretar sus palabras, a menudo inexplicables, de la manera más generosa posible.
Y desde su época como ciudadano privado, por lo general, Trump ha estado aislado de las consecuencias de sus palabras porque ha dejado que sus socios lidien con ellas. Tony Schwartz, quien escribió “Trump: El arte de la negociación” y que en los últimos años se ha convertido en un crítico feroz, dijo que la relativa evasión de las consecuencias por parte de Trump “ha aumentado progresivamente su convencimiento de que puede y debe salirse con la suya en todo lo que hace”.
Entonces no debe extrañar que, desde la semana pasada, como durante gran parte de su mandato en la Casa Blanca, Trump haya demostrado ser capaz de una modulación solo temporal, al mantener su típica actitud desafiante y, a la vez, prestar atención cuando los asesores le insistieron en que podría enfrentar consecuencias legales por sus instigaciones.
El miércoles, en un video, condenó “la violencia y el vandalismo” y aseguró que sus “verdaderos” partidarios son defensores de la ley y el orden; un mensaje dirigido, quizás, a los republicanos del Senado que estaban desconcertados antes de su juicio político.
Sin embargo, a pesar de todas las cosas que Trump no dijo —que perdió las elecciones, que Biden tomaría posesión, que asumía cualquier responsabilidad por el estado de las cosas— y todo lo que dijo antes, era imposible creer que el presidente hablaba con el corazón, era poco probable asumir que las palabras estaban destinadas a durar, a permanecer, en vez de desaparecer en el aire de la Casa Blanca.
“Todos podemos elegir, con nuestras acciones, elevarnos por encima del rencor…”, dijo diligentemente esta vez.
“... y superar las pasiones del momento …”
“… para avanzar juntos …”
Cualquier persona que lo escuchó sabía que solo eran palabras.
Por: Matt Flegenheimer y Maggie Haberman / The New York Times