Al despertar en las mañanas, la mayoría de las veces, tengo un sensación de gratitud hacia el universo por proveerme un día más de vida. Antes de iniciar mis labores y la rutina diaria, reservo un espacio para la meditación y la oración. Abro mi corazón a la humildad para pedir ayuda y dejar en manos de Dios cualquier cosa que me pueda suceder en esta jornada. Desde una fe crítica sé que Él me dará la fuerza, la voluntad y la paciencia para enfrentar cualquier desafío de la existencia.
El fruto principal de estos buenos hábitos se refleja en un estado de plenitud interior llamado serenidad. Después de haber experimentado en mi vida tantas confusiones, angustias, temores y dolorosas pruebas, descubro que no existe nada en este mundo que pueda reemplazar a la serenidad. Con ella logré sentirme en paz con mi pasado y ser feliz con mi presente. Por eso considero que en la serenidad he podido hacer la mejor inversión de mi vida.
Este viaje interior sin destino me convierte en un mejor ser humano que sin prisa aprende a gestionar sus emociones, recuperando su valía y amor propio. La felicidad se compone de madurez, autonomía y libertad. Estas son las llaves que abren cualquier cárcel emocional construida por los traumas y el dolor de las heridas de nuestro niño interior, que son las que me impiden convertirme en un ser integrado y estable a nivel físico, mental, emocional y espiritual. La serenidad es la madre de la felicidad, y el encanto de una vida simple es el camino hacia la desintoxicación del alma.
Para renacer lo único que necesitas es soltar las culpas del pasado, perdonarte y perdonar a todas las personas que de una u otra manera te hicieron daño, y volver a amar sin miedo. Recuerda que tu eres la forma más elevada, amorosa y sensible a través de la cual se expresa nuestro Creador, por eso hacerte daño o menospreciarte no sería tu mejor inversión.
Por: Armando Martí