Juan Restrepo

Ex corresponsal de Televisión Española (TVE) en Bogotá. Vinculado laboralmente a TVE durante 35 años, fue corresponsal en Manila para Extremo Oriente; Italia y Vaticano; en México para Centro América y el Caribe. Y desde la sede en Colombia, cubrió los países del Área Andina.

Juan Restrepo

Y sin embargo, podrían destituirlo

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El término "república bananera" fue acuñado por el escritor estadounidense William Sydney Porter, quien vivió varios años en Centroamérica, especialmente en Honduras.  Sydney Porter utilizó por primera vez esta expresión a comienzos del pasado siglo en su libro Cabbages and Kings (Coles y reyes), donde describe un país ficticio llamado Anchuria influido por una compañía bananera norteamericana que apoya golpes de Estado para proteger sus intereses.

En manos de gobiernos débiles, instituciones corruptas y dependiente de un monocultivo la república bananera imaginada por Sydney Porter ha ido evolucionando en la forma y en el fondo pero conservando la esencia del platanal que fue su punto de partida. Es más, alejado ahora de la dependencia norteamericana y en manos de sedicentes revolucionarios, el país bananero ha depurado su naturaleza mediante el discurso enloquecido del líder, con el concurso inestimable de esas jaulas de grillos que son la redes sociales y la fidelidad ciega de unos seguidores embrutecidos dispuestos a defender lo indefendible a cualquier coste.

El fetichismo por objetos simbólicos, ya se trate de una sotana, un sombrero, un machete o una espada de iconos del pasado, es fundamental a la hora de fijar imágenes que sustenten la gloriosa historia del platanal. Recuerdo ahora un museo de la revolución en Guanabacoa, antiguo desembarcadero de esclavos este de La Habana, que acumulaba una pequeña colección de prendas personales como camisas manchadas de sangre reseca o viejos pantalones y botas de combatientes de la revolución, al lado mismo de ornamentos de santería como bastones de babalao, collares de cuentas y caracoles, en un curioso sincretismo religioso-revolucionario del que ya he tratado alguna vez en esta columna.

Porque el elemento mágico-religioso también resulta imprescindible a la hora de cautivar al personal y potencial votante (en Cuba, país aludido más arriba, también se vota, por increíble que parezca; y no veo, por otra parte, argumentos que me impidan incluirlo en la geografía de las banana republics). Y así, desde el prudente agnosticismo al más militante ateísmo el líder bananero se siente en la necesidad hacer referencia a su proximidad a guías espirituales o creencias religiosas, en el convencimiento de que aquello lo acerca a la masa. “Se me fue un gran amigo, me siento algo solo”, se lamentó Gustavo Petro al conocer la muerte del papa Francisco; al tiempo que en La Habana Raúl Castro aseguró llevar a Francisco en el corazón. El que menos corre, vuela.

Por eso a la luz de las revelaciones del ex canciller Álvaro Leyva sobre los hábitos de consumo y otras preferencias del jefe de Estado colombiano, me parce que el país sube unos cuantos peldaños por encima del nivel de republiqueta que ha ido adquiriendo en los últimos años con el gobierno de Petro. La prensa seria del mundo ha redescubierto a Colombia con el trino de las 3:40 de la mañana con el que Gustavo Petro puso en bandeja de plata la humillación a la que lo sometió Donald Trump. Y ahora diarios como Financial Times o The Guardian divulgan unos episodios más propios de un país de tambor y maracas que de una nación seria.

Los hechos son de sobra conocidos. Quiero detenerme sin embargo, en otro episodio de esta semana, que apunta a que la degradación de las costumbres y el trato entre las instituciones no puede descender más bajo. Los insultos proferidos por el presidente de la República al presidente del Senado, Efraín Cepeda,  atribuyendo a la madre del Sr. Cepeda la profesión de cuatro letras, parecen indicar que aquí ya se han volado todos los límites de la decencia. Todo vale. Preparémonos para lo peor en los meses finales de un gobierno tabernario.

En todo caso, a raíz de las recientes revelaciones, de las inexplicables ausencias, de los groseros desplantes, de los extraños hábitos de Petro, en un país serio ya se habrían puesto en marcha hace tiempo los mecanismos previstos en la Constitución para declarar la incapacidad física del Presidente de la República. Pregunté a un ex senador constituyente, más con intención retórica que con la posibilidad de aclarar dudas al respecto, si se echaría mano de ese instrumento en las actuales circunstancias.

“El Congreso puede abrir un proceso por indignidad y por incompetencia para el ejercicio de las funciones y destituirlo, pero no lo van a hacer. Nuestra política es inmadura, no alcanza para tanto. El resultado es la condena para la sociedad y para el país a vivir en la humillación y la minusvalía”, fue su respuesta realista y desesperanzada.

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