Una de las cosas que más me llamaron la atención, a mediados de los años 80 cuando visité Japón por primera vez, fue lo vetustas y destartaladas de las neveras que había en algunas oficinas que, por razones profesionales, me tocó visitar. Japón era entonces la punta de lanza de la modernidad y el avance tecnológico en Oriente, y cualquier cosa se me podía ocurrir menos que las empresas conservasen aquellos venerables trastos dignos de regalar a un chatarrero.
Pasado el tiempo y con un poco mejor conocimiento del país, comprendí que el fenómeno correspondía a una actitud vital de mayor calado del que podía imaginar; y no a pobreza, tacañería o dejadez de sus propietarios. Gracias a un buen amigo colombiano que vive allí hace muchos años, supe recientemente el nombre que tiene el culto que profesan los japoneses a los objetos viejos, deteriorados y, a veces, hasta remendados. La cosa se llama wabisabi; no confundir con el adobo picante que suele acompañar a alguna comida japonesa llamado wasabi.
La taza desportillada para la ceremonia del té y el musgo que crece sobre las piedras a la intemperie en un jardín zen son los ejemplos que mejor ilustran esta actitud tan japonesa, que “debería inspirarnos sobriedad y melancolía pero, sobre todo, mostrarnos la imperfección de las cosas y el paso del tiempo”, dice mi amigo. Todo esto viene a cuento por la visita que realicé en estos días a un lugar increíble, en una casa colonial colombiana insospechable, que guarda muebles del período Edo, gabinetes chinos de medicina antigua y piezas de porcelana; algunos de las dinastías Ming china y Joseon coreana.
En un corredor de la casa, conteniendo un plebeyo tiesto de plástico con una mata de anturios, un jarrón del siglo XV —apenas un poco mayor que un balde para cargar agua presente en cualquier cocina de hoy en día— escondía en su interior las cicatrices del tiempo en forma de vetas doradas. Según me contó la dueña de casa, viuda de un diplomático norteamericano destacado entre otros destinos en Extremo Oriente hace años, el jarrón había sido sometido por su marido a una técnica de restauración japonesa llamada kintsugi, después de romperse en varios pedazos por un accidente doméstico.
El kintsugi o arte de restaurar con polvo de oro es una antiquísima técnica japonesa que consiste en recomponer fracturas en las piezas de cerámica, cuando el paso del tiempo o un accidente las ha roto o deteriorado. No es de extrañar, pues, que un país que tiene casi veneración por lo vetusto y remendado tenga en el kintsugi la quintaesencia del parcheo. Y no sería nada raro que esta técnica —y seguramente el culto del wabisabi— sean de origen chino, cosa que cualquier japonés estaría dispuesto a negar con vehemencia.
Las piezas sometidas a la restauración kintsugi adquieren en algunos casos un valor añadido, las roturas se convierten en elementos embellecedores y hacen que el objeto parezca más fuerte, pregone su historia y luzca un distinto esplendor. No poca cosa si pensamos en los valores de la sociedad actual que identifica lo bello con lo nuevo, que aparta lo viejo y roto para sustituirlo por algo flamante y moderno.
Comoquiera que sea, aquel jarrón puesto allí casi con negligencia en un corredor, con vetas de oro viejo en su interior, entrañaba algunas maravillosas lecciones: la admirable y conmovedora del coleccionista experto que acude al rescate del objeto herido, y la de una técnica antigua que es también una metáfora sobre la superación de las adversidades y errores que cometemos a diario; y la de que hay que saber sobrellevar las cicatrices que deja la vida.
Todos los objetos que nos rodean cuentan una historia, hablan de un pasado, entrañan recuerdos. Alguien dijo que nadamos en un mar de lenguajes privados, y que deberíamos estar más atentos a lo que nos dicen las cosas en nuestro entorno, recapacitar sobre su origen y su uso.
Nunca imaginé, sin embargo, que un jarrón en funciones de tiesto o de humilde matero, pudiese tener aquella voz tan potente, aquel silencioso esplendor.