Las imágenes que hemos podido ver en esos días de un turba enardecida tomándose el palacio presidencial de Sri Lanka, dejan unas lecciones que no deberíamos desperdiciar. Una de ellas es que los países no desaparecen por más que sus gobernantes sean unos inútiles. La gente sufre, padece y muere por culpa de la acción de sátrapas o imbéciles en el Gobierno, y la geografía permanece inmutable.
Al fin y al cabo lo que pasó en Colombo, la capital de la antigua Ceilán, un país del Tercer Mundo, no difiere mucho de la ocurrido en Washington el 6 de enero de 2021, con el asalto al Capitolio en la primera potencia mundial; y ahí está su promotor, Donald Trump, esperando volver al poder, y con posibilidades de lograrlo de nuevo en Estados Unidos.
Hace tiempo me fascina, por ejemplo, la existencia de Zimbabue, un país que dejó el colonialismo inglés en África en unas condiciones bastante aceptables, dentro de lo que pueda llamarse así a la obra de europeos que se apoderaron y explotaron durante años unas tierras que no les pertenecían. El caso de Zimbabue era notable además, por la convivencia pacífica entre negros y blancos.
Hasta que un dictador, Robert Mugabe, logró convertirlo en un lugar que ni el más fantasioso novelista o guionista cinematográfico podría imaginar. Con una inflación del 98,5% por ciento, saber que hay un sitio del mundo en donde la gente puede ir a comprar una barra de pan con una maleta de billetes de banco, no me negaran ustedes que es digno de verse como una notable curiosidad.
El Banco Central de Zimbabue emite billetes de cien trillones de dólares que, para mayor ironía, así se llama la moneda local. Lo pongo en cifras por si a usted, amable lector, le queda alguna duda: 100.000.000.000.000. Un billetito de ésos no debe permitir a su poseedor ni comprar una empanada callejera. No logro imaginarme la cifra del premio mayor de lotería o Baloto locales. La sola lectura debe causar mareos. Y ahí sigue el país en el mapa, con su paisaje y su paisanaje; y con la posibilidad de hacer turismo en él. Un día de estos me animo y voy a visitar esa maravilla.
Pero bueno, volvamos a Sri Lanka, país que sí conozco y del que tengo buenos recuerdos por la amabilidad de su gente y la belleza de su paisaje. Una isla en el fin del mundo que cae como una gota desprendida del subcontinente indio, de la que tantos gobernantes de nuestros días harían bien en estudiar el caso. Y mira que uno con muy buena voluntad, les cuenta estas cosas y no le paran bolas.
La deuda soberana de ese paraíso terrenal llega a los 25.000 millones de dólares. Faltan alimentos, combustibles y tiene una inflación que, sin llegar al desvarío de Zimbabue, va por muy buen camino para llegar allá. Aquello fue la tormenta perfecta para llevar a la población a salir a las calles y pedir la destitución del presidente, Gotabaya Rajapaska.
Gota, como era llamado cariñosamente, huyó del país y su último paradero conocido es Singapur; pero lo que dejó atrás es digno de verse. Después de que diferentes Gobiernos acabasen con la guerrilla tamil que asoló durante años sobre todo el norte del país, se dedicaron a gastar más de lo que les permitían los impuestos y, desoyendo a quienes aconsejaban a Rajapaska medidas de austeridad, éste siguió endeudándose con los países vecinos y gastando en infraestructura e instalaciones que no tenía con que pagar.
Llegó un momento en que el país no tenía dinero para importar productos básicos como medicinas y, sobre todo, fertilizantes. Sin éstos, la producción de té y de arroz, productos primerísimos de su fuente de ingresos y alimento, cayó dramáticamente. Y, como suele ocurrir cuando las naciones emprenden la vía del disparate, el Gobierno dispuso que en lugar de fertilizantes orgánicos que no se podían importar, se abonasen aquellos cultivos básicos con boñiga. Resultado: unas cosechas catastróficas.
Y aquí viene la cereza del pastel. Ya en 2017 Sri Lanka había entregado a China en arriendo por un período de 99 años el puerto de Hambantota. Para entonces el Gobierno de Colombo había recibido de Pekín un préstamo de 307 millones de dólares. Fue el comienzo de la venta del país a los chinos. El negocio de Hambantota resultó un fiasco, Sri Lanka pidió un nuevo préstamo al gigante asiático por 757 millones de dólares que Pekín, ni corto ni perezoso, concedió a la módica tasa de interés anual del 6,3%.
Los chinos tenían agarrado a Gotabaya Rajapaska por las partes blandas, y con él a mis buenos srilankeses que no vieron otra salida que echarlo del país y, a manera de desahogo, sentarse en su despacho, acostarse en su cama, tocar su piano y bañarse en su piscina. Nada que envidiar a los seguidores de Trump disfrazados de búfalos y llevándose a casa un atril del Capitolio.
La cosa es que el monto de los intereses de Sri Lanka a China es impagable y, como mínimo, los chinos se quedan con un puerto para ellos; ironías de la historia, con la misma fórmula que emplearon los ingleses en el siglo XIX para arrebatarles Hong Kong. Aprendieron la lección. Y la veremos aplicada cada vez más en la geografía del mundo. Y en Occidente, nuestros gobernantes con la boca abierta.