Un viejo chiste atribuido al Nobel de Economía Franco Modigliani, cuenta que dos de los tres profesionales reunidos para dilucidar cuál de sus carreras ostentaba el título más longevo del mundo, se rindieron ante la evidencia que esgrimió uno de ellos. El médico aseguró que crear a la mujer de una costilla de Adán era sin discusión una cirugía, por tanto su profesión había sido la primera en aparecer sobre la tierra. El ingeniero argumentó que al separar las aguas de las aguas Dios había hecho antes, evidentemente, un trabajo de ingeniería. “No —dijo el economista— en el principio fue el caos”. Nada podía ser más antiguo que su profesión.
Modigliani fue conocido por usar analogías y ejemplos prácticos para explicar conceptos económicos complejos. El Nobel norteamericano de 1985 obtuvo el galardón buscando formas de hacer la economía más accesible y de demostrar su relevancia para entender el comportamiento humano y los sistemas financieros. Me parece que resulta pertinente su evocación este año en que la Academia sueca ha tenido el acierto de premiar en ese campo, entre otras cosas, un asunto de gran importancia global que fue divulgado por sus autores en su momento de manera comprensible para el gran público sin abandonar el rigor académico.
El premio fue otorgado este año al turco de origen armenio Daron Acemoglu y los británicos James A. Robinson y Simon Johnson; los dos primeros autores del exitoso Por qué fracasan los países, un libro que hace doce años presentó una nueva y convincente teoría sobre las causas de la prosperidad y la pobreza de las naciones. En lugar de atribuir el éxito o fracaso de los países a factores tradicionales como el clima, la geografía o la cultura, Acemoglu y Robinson argumentan que son las instituciones políticas y económicas las que determinan el destino de las naciones.
Los flamantes ganadores del premio han analizado las razones por las cuales los países con déficits en sus Estados de Derecho no logran generar crecimiento económico y prosperidad. Para ello se han remontado hasta la época del colonialismo para intentar entender el por qué. Y la principal conclusión es que “cuando los europeos colonizaron grandes partes del mundo, las instituciones de esas sociedades cambiaron. A veces fue dramático, pero no ocurrió de la misma manera en todas partes” señala la Real Academia de Suecia.
El eje central de las investigaciones de Acemoglu, Johnson y Robinson es que las instituciones explican por qué algunos países son ricos mientras otros permanecen en la pobreza. Las instituciones —el conjunto de reglas, normas y organizaciones que estructuran la vida económica y política— determinan el comportamiento de individuos y empresas, siendo clave para el crecimiento económico sostenido.
Sus estudios demuestran que la confianza en las instituciones, su funcionamiento adecuado y su independencia son esenciales para el desarrollo. Los sistemas democráticos, los mercados de libre competencia, la libertad de prensa, el Estado de Derecho, y la protección de la propiedad son componentes necesarios para el éxito económico. Por el contrario, la corrupción, la falta de libertad política y la perpetuación de élites en el poder limitan el desarrollo económico.
Pocas veces los razonamientos para la concesión de un premio Nobel de Economía están más al alcance de la comprensión del ciudadano normal y corriente. Lo que hace inevitable también que hasta para el más lego en la materia sea claro que la corrupción y la codicia insaciable de la clase política sea hoy el gran impedimento para el progreso de las naciones.
A comienzos de siglo —y ya casi hemos consumido el primer cuarto del siglo XXI— Transparency International, única institución del mundo que se dedica en exclusiva a la lucha contra la corrupción, y que cada año publica un ilustrativo índice de percepción de la corrupción que evalúa casi un centenar de países según la corrupción de sus sectores públicos, nos lo advirtió: vamos mal, muy mal.
Sus estadísticas, basadas en documentos proporcionados por instituciones como el Banco Mundial, el Foro Económico Mundial o Pricewaterhouse, y que recogen la opinión de numerosos empresarios, académicos y analistas de riesgo, resultaban demoledoras. Peter Eigen, presidente de Transparency ya advertía de la existencia de “una crisis de corrupción a nivel mundial. No se ve un punto final al abuso de poder por parte de los funcionarios públicos. Nunca antes los niveles de corrupción han sido tan altos, tanto en los países desarrollados como en los que se encuentran en vías de desarrollo”.
Sin instituciones, pues, no hay progreso; y con éstas en manos de gentes cuyo oficio parece ser solo tomar el poder y ejercerlo de la manera que hoy estamos viendo, deduzcan ustedes.