Tomo prestado el título para esta columna de un famoso programa de la televisión española de los años 90. Aquel espacio televisivo se ocupaba de casos de personas desaparecidas, algunas de las cuales lo eran por su propia voluntad, porque querían cambiar abruptamente de vida y, al ser encontradas por el equipo de investigación, no solo no querían “aparecer” y volver adonde los buscaban sino que amenazaban a la producción del programa con demandas legales.
De lo que aquí quiero tratar es de algo bien distinto. Me refiero al drama silencioso y triste aunque ligeramente esperanzado, que viven muchos colombianos siempre que hay una contienda electoral, como la que en estos días tiene lugar para elegir presidente de la república.
Los electores no los ven, aunque están por allí dando vueltas cerca a los puestos de votación como almas en pena, mirando a quienes se acercan a las urnas a depositar su voto, para ver si entre los electores encuentran el rostro de un familiar desaparecido. Saben que el dueño de la cédula de quien nunca más tuvieron noticias debería poder votar en una de las urnas allí instaladas.
Los agentes de policía que guardan la seguridad del proceso, terminan por verlos y pedirles que se retiren. Llevan horas rondando el puesto de votación y acaban por ser sospechosos. Nadie puede imaginar el dolor que atenaza a quien se pregunta por ese familiar que un día se llevaron a la fuerza o simplemente no volvió a casa por razones desconocidas; y cada cuatro años, por los designios del censo electoral y de la Registraduría, el número de documento que los identifica debería llevarlos a ese lugar, concretamente a esa urna.
Y es que las personas dadas por desaparecidas siguen figurando en el censo electoral, y los jurados de muchas mesas a lo largo del país suelen tener que notificar a los familiares de esas víctimas que se acercan al final de la jornada de votación, la noticia que no quisieran dar: “No, el dueño de esa cédula no se presentó”. Es un momento íntimo, triste y doloroso para ambas partes.
Las estadísticas nos dicen que en último medio siglo han desaparecido más de 60.000 personas en Colombia, víctimas de diferentes actores armados: guerrilla, paramilitares y hasta el mismo Estado, de la mano en este último caso de miembros del Ejército y la Policía.
Ver a una persona exhibiendo un cartel con el rostro de un familiar desaparecido es ver a un acusador que busca y que recuerda. Su gesto suele ser la denuncia de una violencia continuada cuyo tormento se prolonga ya por demasiado tiempo en este país, y que lo convierte también a él en víctima.
Las campañas electorales se parecen mucho a las ferias o a los mercados; de hecho tienen mucho en común con las grandes superficies: se ofrece a un potencial comprador que son los electores, esa baratija que suelen ser los políticos, envuelta en un papel de promesas a incumplir, de sueños de una vida mejor que solo el trabajo y el esfuerzo de cada ciudadano pueden alcanzar; tantas veces, además, obstaculizado precisamente por la labor de una gestión política en contravía del bien común.
Y es en ese contexto, con el telón de fondo de la algarabía de bazar, de zoco, de mercadillo de estos días, en medio del bullicio y el griterío de una campaña publicitaria llamada propaganda política, cuando esas otras víctimas de las desapariciones que son los familiares, se acercan a los puestos de votación con su débil llamita de esperanza.
Regresarán a sus casas en silencio, con su dolor intermitente, suspendido o pausado, con la zozobra que los mantiene separados y a la vez tan cerca de su ser querido, con su carga de angustia. Volverán a las urnas mientras vivan. O no, nunca se sabe.