¿Qué tan peligroso era Trump?

Las figuras más famosas de la izquierda estadounidense —Alexandria Ocasio-Cortez, Bernie Sanders, Noam Chomsky— vieron a Trump como un autoritario que, de reelegirse, podría destruir la democracia estadounidense para siempre. Sin embargo, otra corriente de opinión de izquierda consideraba que los gestos fascistas de Trump eran casi puramente performáticos y creía que su torpeza para hacer que el poder estatal se alineara lo hacía menos peligroso que, por ejemplo, George W. Bush.

Uno de los principales defensores de esta postura es el politólogo Corey Robin, autor de un libro imprescindible sobre el pensamiento de derecha, “The Reactionary Mind: Conservatism From Edmund Burke to Sarah Palin”. En una entrevista con la publicación de izquierda Jewish Currents, argumentó: “Comparada con las presidencias republicanas de Nixon, Reagan y George W. Bush, la de Trump fue significativamente menos transformadora y su legado está mucho menos asegurado”.

La ratificación por parte del Colegio Electoral de la victoria de Joe Biden parece un momento apropiado para revisar este debate. Trump trató, a su manera descuidada y caótica, de cambiar el resultado de las elecciones y gran parte de su partido, incluyendo la mayoría de los republicanos en la Cámara de Representantes y muchos fiscales generales estatales, se alineó con él. Sin embargo, Trump fracasó, y es poco probable que siga los llamados de sus seguidores, como su antiguo asesor de seguridad nacional Michael Flynn, para que declare la ley marcial.

Entonces, ¿qué es más importante, el deseo del presidente de derrocar la democracia estadounidense o su incapacidad de llevarlo a cabo? ¿Qué tan fascista era Trump?

Parte de la respuesta depende de si evaluamos la ideología de Trump o su capacidad para implementarla. Parece bastante obvio que el espíritu del trumpismo es fascista, al menos según las definiciones clásicas del término. En “The Nature of Fascism”, Roger Griffin describió la “visión movilizadora” del fascismo como “la comunidad nacional que se levanta como un ave fénix después de un periodo de decadencia invasora que casi la destruye”. Lo traducimos a la lengua vernácula estadounidense y suena muy parecido a “Hagamos a Estados Unidos grandioso de nuevo”.

El fascismo está obsesionado con el miedo a la victimización, la humillación y la decadencia y el consiguiente culto a la fuerza. Los fascistas, escribió Robert O. Paxton en “Anatomía del fascismo”, ven “la necesidad de autoridad a través de jefes naturales (siempre varones), que culmina en un caudillo nacional que es el único capaz de encarnar el destino histórico del grupo”. Creen en “la superioridad de los instintos del caudillo respecto a la razón abstracta y universal”. Esto describe de manera acertada el movimiento de Trump.

Sin embargo, Trump solo fue capaz de traducir su movimiento en un gobierno en ciertos momentos. El estado de la seguridad nacional era más a menudo su antagonista que su herramienta. Hubo investigaciones del Departamento de Justicia sobre los enemigos políticos del presidente, pero en su mayoría no llegaron a nada. El ejército se desplegó contra los manifestantes, pero solo una vez.

Trump celebró lo que podría ser la ejecución extrajudicial de Michael Reinoehl, un activista antifa buscado por un tiroteo que dejó víctimas, pero esos asesinatos no eran la norma. Enjauló a los niños, pero se le presionó para que los dejara salir. Y al final, perdió una elección y tendrá que irse.

No obstante, puede que el daño que ha hecho sea irreversible. En Twitter, Robin argumentó, de manera acertada, que George W. Bush, mucho más que Trump, remodeló el gobierno, ya que dejó atrás la Ley Patriota y el Departamento de Seguridad Nacional. En cambio, la mayor parte del legado de Trump es la destrucción, incluso de la pretensión de que la ley debe aplicarse por igual a gobernantes y gobernados, de gran parte de la administración pública, de la posición de Estados Unidos en el mundo. (Si los liberales convencionales se sienten mucho más horrorizados por Trump que algunos izquierdistas, podría ser porque tienen mayores apegos románticos a las instituciones que él ha profanado).

En consecuencia, en Estados Unidos, Trump ha eviscerado cualquier concepción común de la realidad. Otros presidentes se burlaron de la verdad; un alto funcionario de Bush, que muchos creen que es Karl Rove, se burló de la “comunidad basada en la realidad” con el periodista Ron Suskind.

Sin embargo, la habilidad de Trump para envolver a sus seguidores en un capullo de mentiras no tiene parangón. El gobierno de Bush engañó al país para ir a la guerra en Irak. Después de la invasión, no insistió en que encontraron armas de destrucción masiva cuando era evidente que no las había. Por eso el país pudo llegar a un consenso de que la guerra fue un desastre.

Un consenso como ese no será posible en lo que respecta a Trump, sus abusos de poder, su calamitosa respuesta al coronavirus ni su derrota electoral. Trump deja a su paso a una nación desquiciada.

La calumnia de sangre postmoderna de QAnon tendrá adeptos en el Congreso. Kyle Rittenhouse, un joven acusado de matar a los manifestantes de Black Lives Matter, es un héroe de la derecha. El Partido Republicano se ha vuelto más hostil a la democracia que nunca. Al culminar, tanto la presidencia de Trump como la de Bush, dejaron a la nación hecha una ruina humeante. Solo que Trump se ha asegurado de que casi la mitad del país no la vea.

En mayo, Samuel Moyn predijo, en The New York Review of Books, que si Biden ganaba, los temores sobre el fascismo estadounidense se disiparían. Satisfechos en su restauración, escribió, aquellos que advirtieron del fascismo “acordonarán el interludio, como si fuera ‘un accidente en la fábrica’, como los alemanes después de la Segunda Guerra Mundial describieron su error de 12 años”.

Mientras los electores estadounidenses se congregaban —con la policía y sus guardias armados y el capitolio de Míchigan cerrado por “amenazas creíbles de violencia” — las palabras de Moyn, con un significado cínico, parecen demasiado optimistas. Trump no logró tomar a Estados Unidos, pero puede que lo haya roto de manera irrevocable.

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