Libre el gato que va y vuelve cuando se le antoja. Por eso se le tilda de ingrato.
Encarcelados, el resto. Pero hay cárceles de cárceles porque a fin de cuentas todos somos prisioneros de algo.
La miseria, la pobreza, la necesidad y las dictaduras son condenas que hacen difícil a las personas liberarse de su destino. Esas circunstancias terminan siendo prisiones, aunque no de por vida.
Pero esta columna no es de la libertad del felino sino de la que se ejerce imperfectamente en las democracias.
Los radicalismos y los regímenes políticos fundamentalistas, sean lejanos como el de Corea del Norte o cercanos con el Cubano o Venezolano coaccionan tanto a sus ciudadanos que les quitan la identidad, la iniciativa y por ahí, la libertad. La de expresión y la de opinión están coartadas. Y el mundo se está moviendo, inverosímilmente entre la libertad, la biovigilancia por lo del covid19 y la pérdida de libertades y de democracia.
Bernie Sanders, Michelle Obama y la convención del partido democráta que termina hoy con Biden como candidato han dicho que en Estados Unidos la democracia, si reeligen a Trump, está en juego y que por lo mismo invitan a votar por su candidato el 3 de noviembre. En Colombia lo puede estar en el 2022. Con una diferencia mayúscula, allá las instituciones, los pesos y contrapesos funcionan, aquí no.
Los demagogos -Trump lo es- y populistas -Petro lo es- tienen en común una cualidad inconfundible: sienten una gran aversión a la pluralidad y quieren dividir, en la simplicidad, a la gente en tribus. Son tribales, intolerantes y autoritarios. Y buscan la conexión emocional con el electorado. Son muy buenos en ello. Su idea es uniformar a la gente y matricularla en dos mundos opuestos que no se tocan y su interacción es a través del odio y el vituperio, se es agua o aceite: los de aquí o los de allá. No hay punto intermedio ni centro sino polarización y radicalismos. Tampoco hay diversidad sino certezas y simplicidad. También exclusión.
Los dos mundos son para que la gente no piense, le quieren ahorrar el esfuerzo. Bien lo anota Antoni Gutiérrez-Rubí cuando afirma que “en política, cuando las personas sienten una fuerte conexión emocional con un partido político, líder, ideología o creencia, es más probable que dejen que esa lealtad piense por ellas. Hasta el extremo de que pueda ignorar o distorsionar cualquier evidencia real que desafíe o cuestione esas lealtades. Es decir, justificamos nuestras decisiones –que se convierten en prejuicios–, aunque existan datos que confirmen el error de nuestras convicciones.” Tamaño desafío tiene el electorado del mundo porque “la disonancia cognitiva impide razonar sobre la realidad, evaluar nuestras ideas y corregir, consecuentemente, nuestros comportamientos.” Lo asombroso es ir contra el axioma de Descartes, “pienso, luego existo” si para qué pensar si otros- entre ellos los algoritmos y las consignas - lo hacen por mí. No pensar es abandonarse al demagogo y al populista. Es rendirse. Es perder.