Entre las muchas cosas que pueden llamar la atención sobre la vida de Nelson Mandela hay una que habla a las claras de la personalidad del líder antiapartheid. Cuando a finales de enero de 1990, el presidente sudafricano Frederik de Klerk le anunció sin mayores preámbulos que quedaba libre, Mandela le dijo que no podía abandonar la prisión de manera tan abrupta, y que había que esperar unos días para que su pueblo pudiese digerir la noticia y se prepararse para verlo en libertad. Cualquiera habría salido corriendo después de casi veintiocho años de cárcel, durante los que no pudo siquiera asistir al funeral de su madre ni al entierro de su hijo.
En diciembre de este año se cumplen diez de la muerte del premio Nobel de Paz sudafricano y coincidiendo con este aniversario Zelda la Grange, de 52 años, quien fuera su secretaria durante sus últimos diecinueve años, ha publicado Good morning, Mr. Mandela, libro de memorias que recoge la experiencia de haber trabajado al lado de Madiba, nombre tribal y afectuoso con el que también se conocía a Nelson Mandela en su país.
Zeilda la Grange admite que hoy “Sudáfrica sigue enfrentándose a numerosos desafíos, como la persistente inseguridad, el desempleo y la pobreza, todo ello agravado por una corrupción rampante”. “En cierta medida el país no ha estado a la altura de la visión de Mandela: una ‘nación arcoíris’ unida e igualitaria. El camino hacia la libertad fue largo, pero el camino hacia la igualdad lo es aún más”, dice esta mujer que sigue involucrada en perpetuar su legado.
La Grange, una rubia procedente de familia calvinista afrikáner acomodada, casi tres décadas después de su primer contacto con Mandela, continúa empeñada en perpetuar su legado, y se ha convertido en una firme defensora de sus ideales promoviendo su mensaje de paz, reconciliación y derechos humanos. Confiesa que tanto ella como su familia vivieron con mucha reticencia y miedo la llegada de Mandela al poder. “El apartheid, dice, nos lavó el cerebro y nos hizo creer que era una persona llena de odio y con ganas de venganza”.
En las memorias de Mandela uno de sus momentos más memorables y aleccionadores fue cuando, a las dos semanas de su liberación, durante un intenso período de enfrentamientos en Natal, una de las nueve provincias que forman la república sudafricana, el líder pronunció un discurso ante más de cien mil personas en el estadio Kings Park de Durban.
“Coged vuestras armas de fuego, vuestros cuchillos y vuestros pangas (daga tradicional) y arrojadlos al mar! —rogó Mandela. Entre el gentío emergió un murmullo de desaprobación que fue in crescendo hasta convertirse en un clamor de abucheos. Mandela continuó estoicamente; tenía que trasmitir su mensaje—. ¡Cerrad las fábrica de la muerte! ¡Poned fin a esta guerra inmediatamente!”
En otra ocasión, aquella vez ante un auditorio rendido ante sus argumentos y mientras esperaba que los aplausos se apagaran, ahondó en la contradicción a la que se enfrentaba un dirigente que había de unir a su organización política y al mismo tiempo permitir las discrepancias internas y la libertad de expresión.
“La gente debería incluso poder criticar al líder sin temor ni benevolencia; únicamente cabe la posibilidad de mantener unida la militancia en esas circunstancias. Existen numerosos ejemplos donde se permite la divergencia de opiniones…” Y en aquel mismo discurso alertó sobre el peligro que suponía “la vinculación de los líderes con individuos poderosos e influyentes que disponen de muchos más recursos que todos nosotros juntos”.
Sudáfrica, en donde el actual presidente, Cyril Ramaphosa, se ha visto obligado a declarar el estado de catástrofe nacional en respuesta a la grave crisis energética que hoy asola a la nación es, sin embargo, un país en el que Colombia haría bien en mirarse. Siendo muy diferentes y teniendo sus problemas muy distintos orígenes, hay allí mucho que aprender para los colombianos. Y desde luego para sus dirigentes.
Mandela solía decir que “el resentimiento es como beber veneno y esperar que mate a tus enemigos”. Un negro que pasó de la cárcel directamente al poder y a mandar sobre los blancos; habló siempre en sus discursos sobrio y sabio. Y, desde luego, jamás se le ocurrió, por viajar en limusina y helicóptero, decirle a los sudafricanos por eso “de malas”.