Con tan solo imaginar a un Lauro de veintisiete años en las Vegas, podemos intuir por dónde irá el relato. Lo vemos, con su porte y elegancia tan característicos en él, escuchando cantar a Frank Sinatra acompañado de una bella gringuita como sacada de uno de esos plegables de Playboy que deleitaban de quienes soñaban, viejos y adolescentes, al ver sus páginas impresas, que esa imagen se transformara en realidad, tan solo un instante, para acariciar esa piel cubierta de fino y muy corto vello. Sinatra interpretaba “My way”, la canción que con su voz y su maestría llegó a superar de lejos a quienes la habían cantado, en distintos idiomas, traducida de su original francés que lleva por título “Comme d’ habitude”, haciendo enloquecer a las mujeres hasta el punto de llevarlas a un éxtasis que las hacía retirar sus sostenes y panties para amarrar con ellos las llaves de sus habitaciones con la ilusión de ser la elegida que en la madrugada Sinatra le cantaría al oído con esa voz que era de otro reino, ese en donde Sinatra era el rey. Calzoncitos y brasieres llovían sobre el escenario mientras que Lauro buscaba en su cartilla de inglés como pedírselo a la modelito que la Ford le había asignado por ser el representante de Peláez Hermanos, la firma colombiana que tenía la exclusividad en la venta de autopartes de la afamada compañía. Y es que desde muy joven Lauro decidió que por ahí era la cosa, el negocio de los repuestos para carros podría ser el medio para adquirir fortuna, lo que logró con facilidad, pero también de sufrir quiebras, que no fueron una ni dos sino tres.
Laurentino Ortega Rojas ha querido escribir su historia, sus hijas lo han animado a meterse en el laberinto de los recuerdos por la admiración de tener un padre que hizo, y sigue haciendo, de su vida una aventura digna de vivirse con sus buenas y sus malas épocas, o revueltas buenas y malas cómo resulta ser para el común de los mortales. Las cinco esposas que se sucedieron en menos de la mitad de los años que ha vivido con Martha, la sexta, son una marca de identidad ¿por qué no? a pesar de que su naturaleza don juanesca, en un presente en el que la mafia feminista, como acertadamente califica Cristina Seguí al movimiento del post feminismo que ha cobrado tanto poder y vive lleno de sed de venganza, podría calificarse como machista. Pobre Casanova, se estará revolcando en su tumba y no en las camas que profanó en vida.
Esa existencia, la de Lauro, que, cómo todas, se desarrolla, la mayoría del tiempo, en la intimidad quiere volverse pública a través de la escritura. ¿Cómo hacerlo? Se preguntó Lauro hará veinte años encontrando la respuesta al leer las columnas del escritor y periodista Enrique Santos Molano en El Tiempo lo que lo llevó a decidir que ese era el tipo quien con una pluma, que Lauro tanto admiraba, le daría forma al relato de su vida a la que consideraba podría llegar a ser interesante para muchos y hasta para Caracol que, soñar no cuesta nada, la convertiría en serie televisiva. Puedo suponer que su febril mente lo ha llevado a imaginarse en la pantalla chica, la que sigue detentando un poder que, por ahora, las redes sociales no le han arrebatado del todo.
Comparto la ambición de Lauro habiendo tenido el privilegio de leer los treinta y cinco cortos capítulos que le entregó el escritor, lo que me ha permitido darle una vista rápida a los hechos ocurridos entre mediados del siglo pasado y comienzos del presente, este presente que se nos está diluyendo entre los dedos cuando está por completarse su primera cuarta parte, tan caricaturesca ésta como heroica lo fue la del siglo pasado. Que la vida se vive como tragedia y se repite como comedia lo hemos constatado con los simulacros de crisis como la de la pandemia y la de una guerra mundial en la que participa Europa y Estados Unidos con dinero y armas en cantidades nunca vistas pero no con soldados que para eso los rusos y los ucranianos son carne de cañón. También he quedado intrigado sobre lo qué pasó con Lauro después del epílogo escrito por Santos Molano dedicado a un doloroso episodio de traición en la vida de nuestro héroe, o antihéroe, que marcó su existencia cuando se acercaba a la tercera edad en la que se encuentra a sus anchas a los ochenta años, lleno de energía vital porque los golpes que le ha dado el destino son el fruto de trampas que el mismo Lauro se ha impuesto, al querer desafiarlo. El destino se ha ocupado de darle sus tundas y nuestro personaje ha sabido levantarse antes de cumplirse los diez segundos para que suene la campana que lo habría dejado por fuera del combate.
Ya veremos qué dominará, si la ficción que se alimenta de lo vivido o el recuerdo que es la base de lo imaginado, cuando salga impresa ésta especie de autobiografía. En mi caso considero que la verdad surge de las ficciones bien contadas que se diferencian de la burda y politiquera mentira. La ficción bien contada, por su esencia, se nutre de la imaginación entablando juegos inteligentes con el recuerdo y los sueños; a diferencia de la ordinariez de la falsedad y el engaño que se nutren de lo que pueda salir de cerebros y almas ruines. Aunque suene moralista así es o así debería ser, aunque puedo estar equivocado.
Hay cuentos de Lauro que confirman lo dicho arriba, por ejemplo, el que se refiere a lo que ocurrió y, peor aún, a lo que pudo haber ocurrido hace poco más de treinta y tres años en la que aparentaba ser una noche cualquiera, cuando, hasta llegada la madrugada, mi padre junto a sus hermanos y un sobrino jugaron a las cartas con Lauro en su elegante oficina en Paloquemao dónde tenía una bodega. Salieron muy contentos a sus casas y a las tres horas la más espantosa explosión derribó la construcción entera y del espacio de la oficina no quedaron sino escombros habiendo sucumbido, ante la onda explosiva, la estructura y el techo de la bodega. Hecho ocurrido a las 6:39 de la mañana del 6 de diciembre de 1989 cuando el asesino narcotraficante, Pablo Escobar, decidió que para rendir cuentas personales con el director del DAS nada más fácil que cargar un camión con explosivos y hacerlo detonar sin importar la vida de nadie, que cayera quien cayera con tal de lograr sus objetivos entre los que se contaba el mantener a los colombianos aterrados para que un cobarde presidente se rindiera ante sus pies como sucedió poco después, construyéndole una cárcel a la medida que era una fortaleza desde donde seguiría delinquiendo ese asesino que difícilmente olvidaremos.
Así es la historia de Lauro llena de sucesos que parecen inventados, pero son tan reales como los que alimentan los cuentos y novelas del realismo mágico de Gabo. Podemos verlo de cuatro años, por ser el mayor de los hermanos, sentado en una mula cargada con los frutos de la parcela que sus padres cultivaban en medio de la selva del Caquetá para ir hasta el pueblo a venderlos y comprar la sal, el aceite y demás encargos. O podemos remontarnos a las circunstancias extrañas de su nacimiento que conoce por lo que le contó su madre y que le escuché almorzando en el Club de El Nogal, con su poderosa voz de siempre que los años poco han disminuido quedando grabada en mi veleidosa memoria que guarda todo pero que me lo devuelve, cuando lo requiero, a cuentagotas y cuando no, en torrentes que se esparcen por todo mi taller mientras pinto que es mi verdadero oficio y no el que me ha querido asignar Laurentino Ortega poniéndome el reto de volver a escribir lo escrito que no le complace con sobradas razones.