El gobierno de Juan Manuel Santos promovió la idea de que sus seguidores eran los defensores de la paz, mientras que sus críticos eran partidarios de la guerra. Esta narrativa, aunque engañosa, ayudó también en la elección de Gustavo Petro. Santos como Petro y sus equipos etiquetaron a sus opositores como guerreristas, corruptos y políticos tradicionales.
Los hechos indican que el Acuerdo de Paz de 2016 suscrito con las FARC-EP carece de legitimidad, y los términos acordados siguen siendo objeto de serias y válidas críticas por la impunidad que trajo. La situación nacional en materia de orden público presenta diferencias poco alentadoras en comparación con el periodo anterior. Pero aquellas resultan aún mayores al contrastarlas con los éxitos de la política de Seguridad Democrática del gobierno de Uribe Vélez, sin que esto signifique que se avalen los nefastos falsos positivos cometidos por algunos miembros de las fuerzas militares.
Es evidente que el país volvió a quedar bajo la administración de la política tradicional, en esta oportunidad no uribista pero que en el pasado lo fueran, en asocio de una nueva clase política sin aptitudes para gobernar y caracterizada por no pocos actos de abuso de poder y corrupción. A todo esto se suman los gravísimos efectos de haber reducido la capacidad operativa y estratégica conjunta de las fuerzas armadas, lo que ha significado que buena parte del país se halle en manos de las organizaciones criminales dedicadas, principalmente, al tráfico ilícito de drogas y a la minería ilegal, actividades que representan una porción cada vez mayor de sus ingresos.
Un acuerdo negociado de rodillas beneficia solo a quien lo hizo de pie. Parece que los aplausos momentáneos en los actos protocolarios del Acuerdo de Paz suscrito con las FARC-EP y el impacto internacional del Nobel de Paz entregado a Santos pesaron más que los advertidos efectos destructivos que traería la firma de un acuerdo en donde la guerrilla se hallaba de pie y el Estado colombiano de rodillas. La realidad de hoy así lo refleja.
El gobierno de Turbay Ayala (1978-1982) se distinguió por el endurecimiento de las acciones del Estado y aplicación de un régimen jurídico excepcional para enfrentar a las guerrillas. Irónicamente, Gustavo Petro, entonces miembro del M-19, fue arrestado por sus actividades ilegales en cumplimiento del Estatuto de Seguridad. Régimen excepcional que guardadas algunas diferencias, no era menos excepcional que el régimen que resulta de la declaratoria del Estado de Conmoción Interior que ahora como presidente promueve Petro.
Belisario Betancur (1982-1986) inició los primeros pasos en la búsqueda de la paz. Comenzó conversaciones con las FARC, el EPL, el M-19 y el Movimiento Armado Quintín Lame. El ELN no accedió a dialogar. Con las FARC-EP se llegó a tener una agenda preliminar y con el M-19 se pactó un cese al fuego que fue incumplido cuando este grupo tomó el Palacio de Justicia. Así finalizaron los intentos de paz en ese período.
Durante la administración de Andrés Pastrana (1998-2002) se reanudaron los diálogos de paz. En ese momento, se registraban aproximadamente 3.600 secuestros, 500 soldados y policías retenidos por la guerrilla, 198 municipios sin presencia de fuerza pública y una violencia generalizada. Las FARC-EP, fortalecidas operativamente, no accedieron a negociar la paz en esta ocasión. Fue este gobierno el que le dio vida al Plan Colombia donde se previó una inversión significativa con destino a programas sociales (70%) y militares (30%).
Álvaro Uribe (2003-2010) fortaleció las fuerzas armadas y, tras la falta de interés de las guerrillas para dialogar, implementó con éxito la Seguridad Democrática. Esto resultó en golpes operativos significativos, incluida la exitosa Operación Jaque que rescató secuestrados y obligó a las FARC-EP a refugiarse en Venezuela y Ecuador bajo la protección de los gobiernos de Chávez y Correa. Maduro hace hoy lo mismo.
Con la llegada de Juan Manuel Santos (2010-2018), gracias al apoyo de Uribe Vélez y bajo el mismo discurso de éste, una vez posesionado se distanció de los postulados sobre los cuales logró ser elegido, dando comienzo a un proceso de paz con las FARC- EP que suscribió en 2016 y al que ya nos referimos anteriormente.
Bajo la promesa de paz, Santos desempeñó un papel importante en la elección de Gustavo Petro como presidente, quien también prometió lograr una paz total. Llegó a afirmar que se alcanzaría la paz con el ELN tres meses después de su toma de posesión. Sin embargo, los hechos recientes en la región del Catatumbo, Norte de Santander, protagonizados por las FARC y el ELN, han planteado desafíos que el gobierno nacional aún no ha podido resolver.
La prioridad del próximo presidente en 2026 será restablecer el orden público en todo el país con determinación y firmeza. Las campañas presidenciales se centrarán en cómo lograrlo.
Agradezco a Víctor G. Ricardo, ex comisionado de paz, por la conversación en la que compartió relatos sobre la historia de Colombia en este ámbito, debido a su experiencia como protagonista sin igual. Lo expresado en esta opinión refleja únicamente mi perspectiva y no necesariamente la de Víctor G.