Una de las sorpresas que nos depara la guerra en Ucrania —a nosotros, pero sobre todo a Vladimir Putin— es que la invasión del país no resultó un paseo militar para el ejército ruso. Peor aún, al líder del Kremlin, como dicen los venezolanos, se le enredó el papagayo. Las conversaciones de paz están lejos de llegar a un acuerdo —son un pretexto de Putin para ganar tiempo y tratar de aminorar las sanciones a Rusia—, y como ya en Occidente parece que están conociendo mejor al personaje, han decidido armar a los ucranianos para una resistencia que no tenemos ni idea cuánto puede durar.
Joe Biden no se fía del hombre del Kremlin al que Donald Trump llamó “genial”, y aprobó esta misma semana el envío de drones y misiles de largo alcance. Sí, armas sofisticadas y de última generación, que llegan tarde pero ya se sabe el refrán popular… Entre tanto, los ucranianos —y aquí está en buena medida la explicación a lo que ocurre— están plantando cara al enemigo de una forma que nadie imaginó.
Leyendo en estos días una crónica fechada en Leópolis, última etapa de los que huyen hacia Polonia y primera de los que llegan de fuera a defender al país invadido codo con codo de los ucranianos, he recordado inevitablemente la asombrosa historia de otro tiempo en una situación similar: la invasión rusa de Finlandia a comienzos de la Segunda Guerra Mundial. La crónica en cuestión contaba sobre el puesto de reclutamiento de voluntarios en Leópolis, entre ellos algunos extranjeros, y traía precisamente el testimonio de uno de éstos: “Lucho en Ucrania para que mi hijo no tenga que hacerlo en Finlandia”.
Este hombre, por el hecho de combatir en el exterior, no podrá regresar a su país, que hoy practica una estricta política neutral. Condición ésta surgida de la más dolorosa experiencia: el conflicto contra la antigua Unión Soviética de 1939-1940, conocido también como Guerra Ruso-Finlandesa o Guerra de Invierno. En ese conflicto, un tirador de élite finlandés llamado Simo Häyhä abatió él solo a más medio millar de soldados rusos, y lo hizo con un fusil sin mira telescópica, no más sofisticado que el arma que guarda un granjero para ahuyentar animales salvajes o algún ladrón furtivo.
El 30 de noviembre de 1939, la Unión Soviética invadió Finlandia, tres meses después del inicio de la Segunda Guerra Mundial, buscando obtener territorio y alegando razones de seguridad. Stalin pretendía imponer allí un gobierno títere como hoy pretende hacer Putin en Ucrania. Finlandia resistió. Al final cedió el 11 por ciento de su territorio, pero conservó su soberanía, y lo hizo gracias al inquebrantable espíritu finlandés que contribuyó a unificar esta nación en los tiempos más difíciles.
En ese contexto surgió Simo Häyhä, un soldado de apenas 1,60 de estatura con la cara terriblemente deformada por una bala enemiga. Simo, un hombre cuyo rostro parecía sacado de un cuadro de Francis Bacon, vivió 97 años y es aún hoy, un verdadero mito en su país. En su biografía, escrita por Tapio Saarelainen y titulada La muerte blanca, dice: “Hice lo que me ordenaron lo mejor que pude. No existiría Finlandia de no haber hecho todos lo mismo”.
Pero el soldado Häyhä hizo más de lo que se podía esperar de un recluta en una guerra con temperaturas a veces a 40 grados bajo cero. Su método letal todavía hoy es motivo de asombro. Saarelainen describe en La muerte blanca la tremenda puntillosidad de Simo Häyhä, para quien el mantenimiento del arma, un fusil M/28-30 de 4,3 kilos marca Sako, era todo un ritual. Y lo que hoy parece casi increíble, con mira de hierro ya que Simo consideraba la mira telescópica un estorbo pues, entre otros inconvenientes, se empañaba por el frío. La preparación del terreno, el estudio de las condiciones atmosféricas, la formación física, la dieta, la “personalidad” del arma —porque incluso las de la misma marca y serie son todas diferentes—, eran factores a considerar por el implacable francotirador finlandés.
El resultado de semejante rigor profesional fue su marca de 542 soldados rusos abatidos confirmados. Lo que equivale a casi un entero batallón desaparecido en una guerra en la que el gran pueblo de una pequeña nación defendió su país contra la fuerza superior tanto en efectivos como en material de la Unión Soviética.
Conociendo hoy por los medios lo que sucede en Ucrania, resulta inevitable el paralelismo con la Finlandia de la Segunda Guerra Mundial. Y leyendo las declaraciones de ese paisano de Simo Häyhä que ha ido a luchar contra el invasor ruso, no puede uno menos que estar de su lado.
El soldado ruso no es culpable, no son siquiera veteranos de Afganistán o de Chechenia. Son carne de cañón enviados por Putin incluso con el engaño de ir a maniobras militares, chicos también con una familia que los espera. Cuando preguntaron a Simo Häyhä si sentía odio al abatirlos, respondió: “No, simplemente hice lo que debía”. En la lógica implacable de la guerra uno solo espera que prevalezcan la libertad y la justicia, porque no es lo mismo ser pacifista que pacífico.