Columna de Juan Restrepo

Felipe VI, un rey necesario

Marca la tradición por estas fechas que los jefes de Estado o de Gobierno en casi todas partes del mundo, tanto en las democracias como en las dictaduras,  se dirijan a sus conciudadanos para hacer resumen del año, reflexionar sobre lo divino y lo humano o comunicar alguna decisión trascendental o polémica. El Gran Duque de Luxemburgo dijo que abdicará el próximo año en su hijo Guillermo, y Gustavo Petro anunció el incremento de un salario mínimo disparatado; cada uno lo que puede, lo que sabe o lo que quiere en este variado mundo en que vivimos.

El rey de España, Felipe VI, no podía ser la excepción, y también se dirigió a su pueblo el día de Nochebuena, a la hora en que se suele estar cenando o se está a punto de hacerlo, como es costumbre allí. Y también como es costumbre su discurso fue sobrio, impecable en la forma, un poco envarado como suelen ser estas alocuciones, y quizá algo más largo de lo conveniente. Hay que tener cuidado con la duración de estos discursos, la gente, en todas partes, no presta mucha atención a lo que se les dice por televisión, y casi siempre anda en otras cosas: ajetreados en la cocina, partiendo el turrón, discutiendo asuntos familiares o en menesteres íntimos porque el cuerpo tiene a veces sus prioridades.

Así que el discurso de Felipe, como los de casi todos sus colegas mundiales, estuvo destinado más a la prensa, a la clase política y a los analistas —que al día siguiente se dedicaron a interpretarlo— que al español de a pie, que a esa hora suele estar con un ojo en la mesa del comedor y otro en el electrodoméstico audiovisual.

El rey dedicó gran parte del mensaje a las víctimas y afectados por un desastre natural que dejó muerte y destrucción en el este y en el sur de España hace dos meses. Manifestó su inquietud por dos asuntos que afectan enormemente a la sociedad española como son las dificultades de acceso a la vivienda y la gestión de la emigración, que llega en oleadas al país particularmente desde África. Y, sobre todo, pidió diálogo y consenso a la clase política.

Hizo Felipe VI una llamada a la serenidad política. Instó a las instituciones y a los políticos a atender una “demanda clamorosa de serenidad” en medio de la “contienda política legítima, pero en ocasiones atronadora”. Es decir, pidió a los dirigentes de su país que pongan fin a la jaula de grillos en que han convertido a España. Y lo hizo, además, desde un lugar que no suele ser escenario de estos mensajes: desde el Palacio de Oriente. Para que se enteren quién es el jefe del Estado.

Y es que España, que fue hasta hace unos años ejemplo de convivencia y con una sana alternancia en el poder de dos partidos sólidos, el Socialista y el Popular, ha visto cómo éstos hoy andan a la greña; y, por si fuera poco, el que gobierna está aliado con cuatro socios que desprecian al monarca y repudian lo que éste representa. De ahí que Felipe, con una capacidad de maniobra muy restringida por la Constitución, tiene que echar mano de gestos como el escenario de su mensaje de Navidad para recordarles a todos quién arbitra el encuentro. Y menos mal que es así.

Felipe VI es un rey necesario, el más necesario de la decena de monarquías parlamentarias que hay hoy en día en Europa. Unas instituciones consideradas por algunos como anacrónicas pero que en el Viejo Continente gozan de altos niveles de aceptación entre sus ciudadanos; el nivel de rechazo está entre el 23% en Suecia y el 15% en el Reino Unido. Y digo el más necesario porque en ninguna otra monarquía europea (Bélgica es un caso aparte, por razones que ahora no vienen a cuento) el sistema de partidos políticos se ha dislocado como le ocurre hoy a España.

El país ha pasado de tener un bipartidismo más o menos funcional a un sistema de bloques polarizado, rehén de minorías extremistas. Y lo que es más grave aún, la sociedad española está siendo víctima de un populismo anti liberal: primero, tuvo el surgimiento de Podemos, un partido chavista; luego, la grave fiebre del independentismo catalán. Y por el lado de la extrema derecha, una inquietante cercanía a  Viktor Orbán, vicario de Vladimir Putin en Europa; de hecho, el único partido que guardó total silencio ante el discurso de Felipe VI fue Vox, el partido de extrema derecha.

Del gobierno de su majestad, como queda dicho, forman parte grupos políticos minoritarios antimonárquicos, que hoy existen gracias a la generosidad de los padres de una Constitución que quiso integrar a quienes fueron apartados por la dictadura franquista, y ahora así retribuyen. Están donde están y son lo que son gracias a una ley electoral injusta, de la que no se puede decir que respete estrictamente el principio de un hombre un voto. Y por eso el partido político de un tipo fugado de la justicia, cuyos votantes apenas llenarían tres veces el estadio Bernabéu, tiene al presidente Pedro Sánchez agarrado de los dídimos y lo maneja a su antojo. Para no hablar de los embates que desde el ejecutivo sufre el poder judicial.

En este panorama, el rey de los españoles, con serenidad y aplomo, pidió a los políticos algo tan sencillo y tan valioso como la búsqueda del bien común. Al día siguiente, todos volvieron a la gresca. Queda, sin embargo, la imagen de un hombre solo en la inmensidad de aquel salón palaciego; con un facsímil de la Constitución sobre una mesilla, convertido para quienes creen en la convivencia, en el último refugio de institucionalidad en ese país.

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