He querido titular esta columna con la frase que, para mi gusto, es la sentencia de la semana. La dijo el presidente de Ucrania, Vlodomir Zelenski, a propósito de la caída de un helicóptero a las afueras de Kiev, entre una guardería y un edificio de viviendas de 14 pisos. En la tragedia murió la totalidad de los ocupantes del aparato, entre ellos la plana mayor del ministerio del Interior, y algún niño del centro infantil.
Las causas de este siniestro fueron atribuidas a la escasa visibilidad y a la baja altura a la que se vio obligado a volar el piloto ucraniano para no ser interceptado por el fuego antiaéreo ruso, y la prensa internacional se hizo eco del “accidente”. Así que Zelenski, de manera muy eficaz porque en la guerra la dialéctica también combate, señaló con una frase lapidaria al verdadero culpable de aquellas muertes: Vladimir Putin.
El presidente ucraniano ha resultado ser, además de un guerrero carismático, un competente líder, capaz de producir las frases vigorosas que se esperan de un condotiero en circunstancias extremas. Se estrenó en este conflicto con un enunciado que le dio la vuelta al mundo: “No me señalen el camino para huir, mándenme armas para defender a mi país”, les dijo a los políticos de las potencias amigas que esperaban verlo salir corriendo cuando los rusos atacaron Ucrania.
Las gentes de ingenio producen aforismos para la historia porque saben que, como reza un dicho latino, “un discurso breve describe completamente lo que propone”. Por cierto, al cabo de casi un año de esta guerra, no conocemos una sola frase lapidaria de Putin que dé la réplica a su homólogo ucraniano.
En el pasado hubo políticos que fueron maestros de esas brevedades inconmensurables que quedan para la historia. Frases muy alejadas del “lenguaje de madera” tan propio de los personajes públicos de hoy en día, cuyo discurso sirve igual para un roto que para un descosido. Winston Churchill, por ejemplo, no pudo ser más elocuente cuando sabía que en la Segunda Guerra Mundial, el Reino Unido tenía el mayor reto al que jamás su nación se había enfrentado: “No tengo más que ofrecer que sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas”.
Para el periodismo estas genialidades suponen un verdadero gozo: te dan un buen titular, y no hay mejor manera para empezar una pieza que una frase redonda en cabecera. Aunque estos fuegos artificiales no deben distraernos de la dura realidad que se vive en el campo de batalla.
En poco menos de un mes se cumplirá un año del comienzo de un conflicto al que no dábamos más allá de unas semanas de actualidad. El ejército ruso entraría en Ucrania, Putin pondría un presidente títere en Kiev y el mundo miraría para otro lado, como hicimos cuando invadió Crimea. No ha sido así. Los ucranianos, con Zelenski a la cabeza, le han plantado cara y al jefe del Kremlin no le ha quedado más remedio que aplicar la barbarie que desarrolló en Siria.
Con despiadados ataques a las infraestructuras, dejando sin luz ciudades enteras e intentando matar de frío a la población. Con las mismas matanzas indiscriminadas de civiles con las que apoyó a Al Assad. Cientos de miles de personas perdieron en Siria sus vidas, millones debieron abandonar sus hogares. Porque Putin aprendió allí que podía pasar todas las líneas rojas sin que Occidente reaccionara. Pero el ejército formidable que brilló sosteniendo al régimen de Damasco no ha hecho más que perder reputación en Ucrania con una cadena de fracasos.
Lo que viene ahora, con la primavera y un mejor tiempo llamando a las puertas de un conflicto que se prolongó para Moscú más de lo previsto, es crucial. En cuestión de días sabremos cómo responderán los europeos, una vez que se conozca qué decisión toma Alemania (que tiene poder de veto) a la petición de los preciados carros de combate Leopard, en los que Kiev confía como máxima estrategia de presión sobre el ejército de Moscú.
Pero, ¿cuál es el riesgo para Occidente, para el mundo en realidad, de un Putin arrinconado, sin poder ya emplear el miedo a las bajas temperaturas y a la oscuridad? ¿Esgrimirá la amenaza nuclear, los ciberataques a empresas occidentales, a gobiernos, a infraestructuras, a procesos electorales? Sí, es cierto: en la guerra no hay accidentes.