Ha muerto en estos días uno de los intelectuales españoles más polémicos de su país, y su desaparición ha servido de pretexto a una sociedad polarizada —como todas por otra parte hoy en día, con la incansable actividad de las redes sociales— para destilar bilis y mala baba. Se trata de Fernando Sánchez Dragó, a quien tuve oportunidad de tratar en más de una ocasión, y de quien pude conocer algunas de sus excentricidades: tenía hacía años en su casa de Castilfrío de la Sierra, en la provincia castellana, el ataúd listo para el viaje al otro mundo.
Sánchez Dragó, que desde los años de la dictadura de Francisco Franco hasta nuestros días militó primero, en el Partido Comunista para terminar cercano a un partido de extrema derecha, murió a los 86 años y dejó frases lapidarias que lo retrataron de cuerpo entero: “Envejecer es un arte, y un arte, pardiez, que no está al alcance de todo mundo. A mi alcance, por ejemplo, no lo está, y eso, aunque suene petulante o provoque envidia, es una calamidad”, escribió en uno de sus últimos artículos de prensa.
Y efectivamente, un hombre que se acercaba ya al noveno piso de la vida, daba imagen de todo menos de viejo. Tenía una cultura enciclopédica y una visión siempre original de la realidad. Sus más de cuarenta libros, miles de artículos de prensa, intervenciones en radio y televisión, y su vocación de viajero impenitente, dan testimonio de una vitalidad desbordante hasta el mismo día en que su corazón decidió detenerse mediante el conocido método de infarto fulminante.
Cultivó el ensayo, la novela, los libros de viajes… Y entre todos destaca su monumental Gárgoris y Habidis: Una historia mágica de España, de 1978, visión de su país deliberadamente caótica e irracional, polémica, como todo lo suyo. Su mujer, Emma Nogueria, 56 años más joven que él, fue la última compañera de una convulsa vida sentimental, de la que dejó también testimonio escrito que, cómo no, encendió las redes sociales en su momento. Y es aquí donde quiero detenerme para señalar, con un reciente descubrimiento, el doble rasero con el que la política suele medir hoy cualquier circunstancia humana con tal de sacar provecho para sus particulares intereses.
Fernando Sánchez Dragó confesó la relación que tuvo con unas jovencitas japonesas, al parecer menores de edad. Confesión que luego envolvió en las brumas de una presunción y pretexto literario con los que, sin embargo, no logró hacerse perdonar desde la orilla de la izquierda de la política española. De hecho, su última y muy reciente “travesura” fue haber promocionado una moción de censura contra el presidente socialista Pedro Sánchez con la figura de un viejo comunista, Ramón Tamames, hoy, como Sánchez Dragó, cercano a un partido de extrema derecha llamado Vox.
Pues bien, descubrí recientemente que Pablo Neruda, en su libro de memorias titulado Confieso que he vivido, narra de la manera más descarnada —muy bien escrito como casi todo lo Nobel chileno, claro, pero brutal— la violación de una mujer tamil cuando fue cónsul de su país en Ceylán, la actual Sri Lanka. La víctima de este delito, porque no puede calificarse de otra cosa, fue una chica del servicio doméstico encargada de limpiar la letrina de su bungalow.
“Una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la muñeca y la miré a la cara —escribe Neruda en la página 134—. No había idioma alguno en que pudiera hablarle. Se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo desnuda sobre mi cama. Su delgadísima cintura, sus plenas caderas, las desbordantes copas de sus senos, la hacían igual a las milenarias esculturas del sur de la India. El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con los ojos abiertos, impasible. Hacía bien en despreciarme”.
Leí aquellas memorias a finales de los años 70 y confieso no recordar de entonces este pasaje. Recuperado en estos días y coincidiendo con la muerte de Sánchez Dragó, y lo mucho que ha desempolvado la izquierda española su encuentro con las lolitas japonesas, me pregunto cuándo harán lo mismo con el estupro de don Neftalí Reyes, que así se llamaba de verdad Neruda; gran poeta y despreciable persona, que abandonó a una hija subnormal y escribió una oda a Josef Stalin.
Sentado aguardo, sin demasiada esperanza, ante el cadáver del último heterodoxo.