Ganó Nacional en la exaltación del antifutbol, cuando sus seguidores se aferraban a las plegarias, porque juego, lo que se llama juego, nunca tuvo.
Así estaba escrito. Por el partido, su rival, su historia, tantas veces campeón; su oficio, aunque poco o nada hizo para dominar a Bucaramanga, que exhibió su típica y agresiva rivalidad.
Dos manos milagrosas, un nuevo triunfo, en la tanda de penaltis, con que se selló el partido, de un “héroe”, Harlem Castillo, portero suplente de suplentes, salido de la trastienda, ignorado siempre en el derroche de adjetivos grandilocuentes con qué Nacional celebra sus actuaciones y sus triunfos.
Esfuerzo y actitud, pero sin futbol, de los verdes.
Sin sólidas ambiciones para ganar en el tiempo regular, descartadas las habilidades, en perjuicio del espectáculo, con predominio en la posesión, pero sin control efectivo, atenazado por los temores. No hubo, como limitada redención, siquiera una gambeta.
Frecuentes fueron las erráticas decisiones en la definición, en los pases de ataque. Sus debilidades fueron más que sus fortalezas, a pesar del poder intimidante de su nómina, de lujo para el medio.
A diferencia de Juárez, el entrenador anterior, Gandolfi, sin pizarrón que lo justificara, careció de sentido común.
Lo rebasó el partido (como al árbitro Ortega, tembloroso frente a los desplantes) sin encontrar soluciones distintas a las de potenciar a su recomendado Cándido, un lateral profundo, pero sin la alegría y efectividad de su antecesor, Angulo.
O la ubicación de Billy Arce, sobre la banda izquierda, a pesar de sus preferencias al futbol interior.
Inactivó el frente ofensivo por la derecha, donde, como en el torneo con título del año pasado, fueron demoledores Hinestroza y Román.
Hombre emotivo el D.T. argentino. Incapaz de sacarle provecho a la superioridad numérica, desde la expulsión de Aldair Gutiérrez del local, que algunos vieron sospechosa, pero era justa.
Celebró con desbordes el título que no es suyo porque no lo trabajó.
Nacional no ganó como creía. Sin bajar del bus. A pesar de la superioridad numérica y de las limitaciones del Bucaramanga, un equipo mañoso en extremo, dispuesto a sacarle las tripas a su rival, desde las marcas y las interrupciones.
Vacilante, discontinuo desde sus estructuras, mareado en la zozobra, sin técnica, sin delanteros recursivos, sin balas, los leopardos se refugiaron a la espera de los penaltis. Su nómina no tuvo categoría.
Presente perturbador de este futbol. Tanto el campeón como su rival se hundieron en la mediocridad, tendencia del torneo regular, con contadas excepciones.
Ortega, el árbitro.
Pareció una caricatura, o un títere de los jugadores empeñados en enrarecer el partido. Todo se lo discutieron. Un apretón de manos exagerado, irrespetuoso, de Florentín el técnico local, lo desinfló, se llevó su autoridad, lo llenó de nervios, para sucesivas equivocaciones.
Otra alegría de Nacional, para sus hinchas. Otra tristeza para Millonarios, por la encarnizada rivalidad. La felicidad de uno, equivale al sufrimiento del otro.