Ninguna sorpresa. Se nos dijo lo que vendría para Ucrania con Donald Trump, y aquí lo tenemos. Quizá lo que no esperábamos es que la cosa fuese con recochineo. La reunión de esta semana en Riad, capital de Arabia Saudí, entre Marco Rubio, Secretario de Estado norteamericano, y Sergei Lavrov, ministro de Exteriores ruso, para lavar la cara a Vladimir Putin tras su invasión y martirio durante más de tres años a Ucrania, no podía haber tenido un padrino más apropiado: Mohamed Bin Salmán, príncipe heredero saudí. El mismo que mandó a descuartizar en el consulado de su país en Estambul al periodista opositor Jamal Khashoggi, por citar solo una de sus más destacadas fechorías.
Para ponerlo en contexto: el representante del único presidente norteamericano que asume el puesto con cargos en un tribunal por falsificación de documentos públicos, y el delegado del mandamás de Moscú con orden de detención internacional por crímenes de guerra, se reúnen al amparo de un carnicero de altos vuelos para acordar la rendición de Ucrania, la entrega de buena parte de su territorio a Rusia; y aquí paz y después gloria. Y por si fuera poco, a escasas horas del aquelarre de Riad, Donald Trump llama “dictador” a Vlodimir Zelenski y lo urge a convocar elecciones. Solo le faltó designar candidato a reemplazarlo en la persona algún trasunto de Viktor Yanukovich; es decir un títere de Moscú. Pero tal como van las cosas, todo se andará.
El encuentro EE.UU-Rusia para decidir el futuro de Ucrania (y lavar la cara Putin, insisto) se realizó con la ausencia de Zelenski o de representantes de la Unión Europea; que ése es otro de los clavos que Trump ha martillado en el ataúd de lo hasta ahora había sido estrecha colaboración del viejo continente con Norteamérica. El desprecio de Donald Trump hacia el presidente ucraniano viene de lejos: en la primera conversación que ambos hombres tuvieron por teléfono, en julio de 2019, el americano pidió a un recién llegado al poder Zelenski que Ucrania investigara a Joe Biden y a su hijo Hunter por negocios en ese país. El otro, que esperaba una ayuda urgente de Washington para hacer frente precisamente las presiones de Putin, se hizo el loco y ésa es parte la factura que ahora le están cobrando desde la Casa Blanca.
Pero lo más grave de todo es el rumbo que están tomando los acontecimientos para Ucrania; y para Europa en su conjunto, claro. En la urgencia que ahora muestra Trump para que Vlodimir Zelenski convoque a las urnas se puede esconder la peor trampa de todo este endiablado juego. Donald Trump echando mano de uno sus métodos preferidos, ha dicho que Zelenski cuenta apenas con un 4% de aprobación entre sus paisanos. Nadie sabe de dónde ha sacado ese dato pero lo ha dicho y se queda tan ancho.
El ucraniano no puede convocar elecciones porque se lo prohíbe la Constitución, por encontrarse el país en estado de excepción por causa de la guerra. Pero lo que sí es cierto es que entrados en el cuarto año de guerra, con noticias cada vez más sombrías desde el frente y sufriendo incesantes ataques de drones, una opinión publica agotada ha cambiado la percepción que tenía sobre el conflicto; muchos están abiertos a concesiones territoriales y el 44 por ciento cree que ya son necesarias unas negociaciones.
Nombré más arriba a Viktor Yanukovich, un personaje que hoy vive cómodamente en Moscú. Bien, la famosa Revolución Naranja de 2004 frustró entonces sus ambiciones presidenciales y llevó al poder a un líder prooccidental, Viktor Yushchenko. Pero en 2010, apenas seis años después, Yanukovich regresó y ganó la presidencia ucraniana, demostrando con qué rapidez puede cambiar allí el sentido de la política. Lo que parecía imposible en 2004 se convirtió en una realidad en 2010. Aquello fue una manera de demostrar que los candidatos favoritos de Moscú pueden recuperarse sin el apoyo occidental a Ucrania, y es un ejemplo de lo que puede ocurrir si se fragmenta lo que hoy parece un sólido bloque anti Putin.
Si Ucrania se viera obligada a convocar elecciones anticipadas ahora como está pidiendo Trump, Moscú tendría la oportunidad perfecta de promover a un candidato que prometa poner fin al derramamiento de sangre, “normalizar” sus relaciones con Rusia para evitar el terrorismo cotidiano o simplemente asegurarse un lugar en la mesa de negociaciones, ofreciendo, al menos en apariencia, mejores condiciones que el aislamiento de Zelenski.
A corto plazo, esto podría parecer que por fin se ha alcanzado la paz, ofreciendo a los ucranianos cansados de la guerra un alivio de los ataques incesantes. Sin embargo, a largo plazo, Ucrania estaría se nuevo bajo la influencia de Rusia y, lo que es peor, sin una alternativa occidental fuerte que contrarreste el control de Moscú. Ésa sería, al final de su mandato dentro de cuatro años, parte de la herencia que dejaría Donald Trump a Occidente.
Se entiende el desconcierto que reina incluso entre sus más entusiastas partidarios. Y el abandono de Ucrania, puede que no sea más que una muestra de la regresión que supondrá Trump frente al paradigma de convivencia en que nos encontrábamos desde mediados del siglo pasado.